Hoy en la mañana, al despertar, sentí como un aliento extraño resbalaba por mis oídos. Una sensación de angustia llenaba mis ojos, y un fingido colapso de cansancio me oprimía el pecho.
Sé que mañana esto se repetirá, al igual que pasado y pasado, y yo, loco por dentro, sin ningún lugar para esconderme de esta miseria me lanzaré a por el descanso.
Solo en mi habitación, imagino pasar un barco sangriento por el techo. Lo veo surcar las esquinas, lo veo sumergirse, veo a sus marineros gritar y pedir ayuda, veo sus cuerpos a la deriva, veo sus carnes trizadas por el contundente choque entre las rocas. Frente a toda esta sanguinaria escena, disfruto ver algo fuera de lo común:
Es un agujero.
Un simple portal al infierno. Veo como se abre, de a poco se extiende. Se traga el techo, y con él, el barco.
Se tragó ese velero donde era yo el capitán. Más allá del cielo, se ha expandido un horizonte. Una colina de sueños y cuerpos sucios llenos de bilis adornan el mítico paisaje. Aquél agujero sigue elevándose, continua enardeciendo mis emociones, crece. Pero a la vez, siento que me susurra. Veo pasar luz tras él. ¿O será una gota de incendio? ¿O quizás el reflejo del abismo de mi mente?
A veces cuando lo vuelvo a mirar, siento la sensación de que también me estoy extendiendo con el cielo. Me acerco a las nubes, y ellas tratan de ahorcarme. Se aproxima el sol, y más allá, la luna muerta de la risa piensa en quitarme la cordura.
Cierro los ojos. Hay un flash back en mi cerebro. Ahora emerjo al espacio, veo las estrellas, y mi cerebro explota por tanta presión. Luego de eso, tranquilamente, petrificado en mi cama, sin respirar y sin parpadear, veo fijamente aquel agujero. Veo como éste me observa.