Caramelos contaminados

Este Halloween, no dejaré que mis niños vayan a pedir caramelos. No después de lo que sucedió el año pasado. No cuando la mitad de los padres del pueblo aún están en duelo, y cada semana de por medio ves cunas y camas matrimoniales en las aceras que cualquiera puede ir a tomar. Son recordatorios crueles de que nuestras pérdidas calan profundamente. De que el dolor sigue aquí. E incluso si esas heridas han empezado a sanar para algunos, siempre, siempre arderán.

El año pasado, los niños recibieron caramelos contaminados. Cincuenta y cinco de ellos se enfermaron; treinta y uno murieron. Salió en todos los noticieros, así que no necesito darles el trasfondo de una historia que ya conocen. Mis niñas tuvieron suerte, pues ambas son alérgicas al maní y les dieron sus caramelos a sus amigos. Amigos que ya no tienen.

Recuerdo mi turno en la sala de emergencias cuando los niños comenzaron a fluir. Tomó algunos días. El primero fue el tres de noviembre: una niña de cuatro años llamada Regina. Presentaba dificultades para respirar. Al principio, pensamos que era una reacción alérgica, pero ninguno de los tratamientos pareció funcionar. A medida que empeoraba, no fue hasta que le hicimos una endoscopía para ver dentro de sus pulmones que nos dimos cuenta de lo que estaba sucediendo. Pero, para entonces, era demasiado tarde. Murió en el quirófano.

Tres chicos más llegaron esa noche. Todos murieron.

Al día siguiente, el flujo se convirtió en un raudal. Niños mayores se unieron a los más jóvenes con dificultades en su respiración. Estos parecían estar en peor condición que los niños de la noche anterior. Los síntomas iniciales habían dado paso a síntomas secundarios antes de la muerte, así que tuvimos que lidiar con el asombro y el terror que estaban experimentando conforme su estado empeoraba.

Los representantes del Centro de Control de Enfermedades llegaron poco después de que diez más habían muerto. Fueron capaces de rastrear rápidamente la fuente de caramelos contaminados. Se determinó que el productor local de chocolate era el culpable, y una investigación expedita reveló exactamente cuántos caramelos habían sido contaminados. El negocio fue clausurado. Los dueños aún están atascados en salas de corte por su negligencia y negativa a acatar las medidas de protección apropiadas en sus importaciones.

Como dije, después de todo este tiempo, el incidente aún está fresco en la mente de demasiadas familias. Pasarán el resto de sus vidas asociando una festividad con la muerte y devastación, en vez de la diversión y emoción. Por respeto hacia ellos, son pocas las cuadras que han sido decoradas para Halloween. Hay algunas calabazas en los escalones de las puertas, pero ninguna exhibición real. Bueno, hubo una.

Una familia japonesa que se había mudado al pueblo en agosto. Desconocían la mayor parte de las circunstancias que giraban en torno a la tragedia. Habían comprado la casa que quedaba frente a la mía. Estando emocionados por celebrar Halloween en Estados Unidos por primera vez, decoraron su jardín frontal con esqueletos, calabazas, monstruos y arañas. Un par de vecinos fueron a verlos al día siguiente y les explicaron cuidadosamente lo que había pasado el año anterior. Las decoraciones fueron retiradas dentro de una hora.

No fue que alguien realmente estaba enojado porque las decoraciones estuvieran ahí. A la mayoría les parecía bien. Si solo hubiesen dejado tres o cuatro cosas, nadie se habría quejado. Vamos, las personas que tuvieron la suerte suficiente de no haber sido tocados por la tragedia incluso pudieron haber apreciado un poco del espíritu de Halloween. Pero para algunos, ver a esa cosa en específico simplemente era demasiado. Incluso en mi caso, que no perdí a nadie, me dio escalofríos cuando vi el montaje.

Me hizo recordar a aquella noche del tres de noviembre cuando llegó Regina. Recuerdo la sonda bajando por sus pulmones. Recuerdo cómo nos quedamos viendo a la pantalla con una combinación de terror y fascinación.

No había sido un esqueleto o una calabaza o un monstruo lo que había matado a esos niños. Fueron las arañas. Los millones de arañas negras y diminutas cuyos huevos se encontraban en el polvo de cacao que decoraba los caramelos de chocolate y mantequilla de maní.

Los niños que se habían asfixiado antes de que las arañas evacuaran sus pulmones fueron los suertudos. A quienes les tocó peor fue a los que estaban en la sala de espera o que llegaron en ambulancias, que tosían y escupían nubes de arañas a medida que morían.

La familia japonesa se disculpó en abundancia mientras retiraban todas las decoraciones. Era obvio que estaban mortificados. Mientras los veía por mi ventana, noté que Giichi le gesticuló con la mano a su esposa, Ai, para que se acercara al jardín. Sus miradas se ampliaron y se llevaron una mano a sus bocas. No pude ver lo que estaban viendo, pero sabía lo que era.

Desde el noviembre pasado, ha habido telarañas por todas partes. Son pequeñas, apenas del tamaño de una moneda, pero se reconoce al instante que provienen de la misma araña hondureña que fue importada accidentalmente por los dueños de la fábrica de chocolate. El pueblo está infestado con ellas. Trato de no acercarme demasiado a las esquinas y los aleros de mi casa porque sé que están aquí. Son inofensivas, pero no son más que otro recordatorio cruel. Uno de tantos.

No he vuelto a tocar otro pedazo de chocolate. Me da pánico tener que usar la sonda cuando estoy trabajando en la sala de emergencias. Y casi cada noche sueño sobre cómo todo se vino abajo, solo para despertar, sobresaltado, con la sensación de arañas que se retuercen por mis pulmones y fosas nasales.

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La traducción al español pertenece a esta página. Fue escrito en inglés por Max Lobdell:
http://unsettlingstories.com/

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