El sol había bajado hace tiempo y él se encontraba en su lugar favorito, en cuclillas sobre el techo de un antiguo edificio, antes usado como escuela; desde allí bien podía observar. La noche se cernía en su punto más profundo, más cercana a la madrugada que al decaer del astro. La calle no estaba transitada, pero no faltaba quien trabajara en jornadas largas terminando al amanecer.
Era la hora perfecta. La desolación de las calles, los oscuros callejones y la imposibilidad de escapatoria prometían éxito en encontrar una posible víctima. Se sentía ansioso, excitado, deliciosamente hambriento. La impaciencia lo animaba con cada segundo que pasaba.
Sonrió ante la vista de una silueta acercándose sin prisa —más bien, con pereza—. Pudo distinguirlo bien a escasos metros de distancia. Era un muchacho. Hizo una pequeña mueca de desagrado ante la desilusión. Generalmente prefería mujeres, pero su apetito demandaba un bocadillo. Hoy no era su día.
El muchacho seguía su camino, adormilado, con los párpados sutilmente caídos por la fatiga tras un día de trabajo agotador. Casi se dormía caminando, hasta que un leve sonido detrás de él —de algo cayendo delicadamente— hizo despertar sus sentidos. Paró su andar y volteó. Frente a él había un hombre de capa y sombrero. El ala de este le cubría la mitad de la cara, solo dejando ver sus labios, rojos como los pétalos de una rosa.
El muchacho estaba estático ante la vista de tan atractivo personaje, el cual le resultaba imposible no mirar por su pintoresco modo de vestir. Inmutó un leve y tímido «¿señor?», pensando que tal vez lo buscaba para algo. El otro sonrió de una manera lenta, deformándose hasta convertirse en una monstruosa sonrisa que dejaba ver dientes y colmillos afilados, cuyo color era tan blanco y brillante como el mármol pulido.
El muchacho se alarmó ante un mal presentimiento, preparando sus sentidos para reaccionar frente a cualquier movimiento amenazante. El otro hombre, de monstruosa sonrisa, lamió sus labios con su extraordinariamante larga lengua, regodeándose del joven como si fuera comida. Acto seguido, se echó a correr hacia el muchacho, quien corrió en dirección opuesta a su atacante.
Corrieron y corrieron varios minutos por la calle, en línea recta. Tarde o temprano el camino iba a terminar, y así fue. Ambos se encontraron en un callejón sin salida. El muchacho, lenta y tortuosamente, era acorralado por su acosador.
«¿Qué quieres de mí?», preguntó, aterrado. «Tu sangre», fue la simple respuesta. Terminada su frase, veloz como la luz, se trasladó hasta donde se hallaba el muchacho, tomándolo fuertemente por la espalda. Inmovilizó su brazo con una sola mano, y con la otra lo tomó del cabello moviendo de forma violenta su cabeza a un lado, dejando el cuello al descubierto. Abrió su boca de una manera inhumanamente grande y le hincó los colmillos en su yugular, succionando su sangre.
Ya satisfecho, tiró al suelo a su alimento, casi desangrado, solo con un hilo de vida. Viéndolo agonizar, le preguntó: «¿Tienes unas últimas palabras?». El muchacho alzó la cabeza con la poca fuerza que le quedaba: «Sí», dijo, y tras una leve pausa, sonrió y exclamó: «Tengo sida». Y al segundo, expiró. El vampiro, apretando sus puños, conteniendo la ira, miró hacia el cielo mientras gritaba con impotencia: «¡¡Hijo de puta!!».
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3 comentarios
Asopotamadreesofueinesperasdo xD
ajajjajajajaja
C mamut