Clavados

Cerca de mi casa, hay un club deportivo. Está a quince minutos de mi vivienda si decides ir caminando, y solo un momento si viajas en carro o en autobús, pero jamás me he tomado la molestia de contar el tiempo cuando mi papá me lleva en su Jetta rojo descolorido, que parece más un montón de chatarra vieja con un salpicón de pintura roja. Es realmente feo, y no entiendo por qué mi padre sigue con él; debería conseguir otro auto que, por lo menos, no se detenga a mitad de la carretera cuando nos dirigimos al club.

El club deportivo tiene varias áreas en donde puedes practicar cuantos deportes quieras. Fútbol, béisbol, básquetbol y hasta cuenta con mesas de ping-pong. Es inmenso y permite diversión segura, sobre todo cuando asistes con todos tus amigos. Pero a mí eso no me parece divertido, pues nunca he sobresalido en ningún deporte ni en ninguna competencia. Soy torpe, lento y tosco. Siendo realista, hay mucho que hago mal. Entonces se preguntarán… ¿qué es lo que estoy haciendo dentro de un club deportivo? Debería estar acostado en mi cama, durmiendo, o leyendo algún buen libro, pero no es así.

La razón por la cual siempre vengo a este lugar, es por la fosa de clavados. Desde que era pequeño, siempre fui fanático del agua. Soñaba con ser un excelente clavadista y lanzarme desde la plataforma de los diez metros. Un sueño absurdo a fin de cuentas, puesto que nunca hice nada por alcanzarlo. Simplemente entraba en la alberca, flotaba como un inflable y esperaba hasta que mi piel se arrugara como una pasa.

Nunca me atreví a lanzarme desde tanta altura, y, cuando tomaba valor y por fin estaba a punto de brincar, me arrepentía, temblaba como una niña y bajaba asustado ante la semejante distancia en la que me encontraba.

Llegué a venir varias veces con mis amigos que se burlaban y decían que era un cobarde, que jamás podría saltar. En la escuela me molestaban y me golpeaban, y yo cargaba con eso todos los días. Todos mis compañeros ya habían logrado brincar de esa altura; para ellos era fácil, pero conmigo era diferente.

Siempre que intentaba saltar, tenía que venir solo, ya que mi padre o mi madre, quienes a veces me acompañaban, me prohibían subir a las plataformas. Decían que podría ser muy peligroso y ellos no querían que me lastimara; pero yo simplemente quería saltar y simular que volaba por unos segundos, una pasión, algo que me llamaba y que, por más que intentara evitarlo, no lo conseguía.

Y venir con mis amigos era impensable, sabía que se burlarían, afianzando mi deseo por escapar de la realidad y olvidar las ofensas, los insultos; dejar atrás los malos momentos.

Ahora me encuentro aquí, arriba de la plataforma mayor. Diez metros, y estoy dispuesto a vencer mis miedos. Decidí venir solo, diciéndole a mis padres que estaría en casa de un amigo haciendo tarea. Lo que ellos ni nadie más sabe es que estoy aquí, sin miedo.

Quisiera llegar a casa y decirles que lo he logrado, que superé un obstáculo más en mi vida y que pude aventarme desde esta altura. Poder absorber su orgulloso.

Quisiera llegar a la escuela y decirles a todos que logré saltar. Tener su respeto, y sacármelos de encima. Nada podría ser mejor que eso.

Tomo mucho valor y mucho aire, sé que lo necesitaré. Respiro profundo y me preparo; no hay vuelta atrás. Sin pensarlo dos veces, me lanzo por los aires. Vuelo como un avión y planeo como un ave. Mi cuerpo golpea el suelo tras un breve descenso, y siento cómo mis piernas y mis brazos salen volando fuera de su lugar. Mi cabeza da vueltas, y más que dolor, lo único que puedo sentir es satisfacción y felicidad plena. Por haberlo conseguido, vencer el miedo que había cargado desde hace tantos años: brinqué de la plataforma de diez metros y nadie podrá quitarme este gran logro.

Estoy inmóvil en el frío y duro piso. No me puedo mover, pero la sonrisa que existe en mi rostro quedará conmigo para siempre.

Me abate un apagón, y recupero la consciencia teniendo la certeza de que han pasado muchos minutos, puesto que varias personas han empezado a rodearme. Dos muchachos me levantan del suelo y me meten a una bolsa mortuoria. Veo cómo cierran la cremallera de la bolsa, y, al fondo, puedo escuchar a los bramidos de mis padres.

Y así, de un momento a otro, dejo de observar el gris pálido del suelo, el rojo intenso de mi sangre, el azul resplandeciente del cielo, y todo se vuelve de color negro. Ya no pienso. Ya no siento. Mi percepción del entorno comienza a ceder, mis recuerdos se desvanecen y estoy seguro de que no regresarán.

Tal vez sea como cualquier otro día, como cuando estás a punto de quedarte dormido. Tal vez pase la noche y despierte, despierte para seguir la rutina de mi vida. Espero que hayan podido curarme y pegar mi cuerpo de nuevo para entonces. Pero, ahora, es tiempo de descansar.

Creación propia

Penelope Miroslava

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