Numerosos son los casos que he llegado a leer o investigar acerca de apariciones fantasmales.
Un sinfín de veces me han contactado para desmitificar una escena o para desmentir una aparición.
Muchos han sido los casos que he llegado a resolver, aunque también han sido muchos los que nunca pude explicar.
El caso que más conmocionado me dejó fue el de la iglesia de Sishnag, un lugar ubicado en un sitio tan remoto, que no tendría sentido explicar su localización especifica.
Me había llamado, el Reverendo Padre de esa institución, terriblemente acongojado.
Aparentemente, según me decía, el lugar estaba maldito…
– – –
Llegué pocos días después del llamado del Padre, totalmente entusiasmado por lo que me habían narrado y por lo que pude leer del lugar antes del viaje.
La iglesia era una obra maestra por donde se la mire. Era de fachada antigua, los vitraux de colores opacos dejaban pasar los rayos de sol de la mañana a través de ellos, creando en el suelo unas imágenes abstractas impresionantes; la cúpula vista desde el interior presentaba una imagen pintada a mano donde se hacían presentes ángeles y querubines en un cielo azul, el altar estaba decorado con las más bellas y aromáticas flores, mientras que el confesionario se hallaba muy bien ubicado en el rincón izquierdo de la entrada sucumbido en las sombras, como si estuviese escondido. Aun así, las piezas que mas llamaban la atención y causaban una sensación de majestuosidad y escalofríos eran sin duda, las estatuas. Llenas de color, aunque este era más bien lúgubre, con sus ojos carentes de expresión, así también como de pupilas e iris, tenían la forma más solo eran en su interior, blancos como la nieve.
Con sus rostros fríos y serios, daban una imagen de espanto para ser sincero. Nunca había visto algo así. Eran tan reales…
Dejé mis bolsos junto al altar, mientras contemplaba la estatua de Cristo en su cruz mirando hacia el cielo, justo detrás de éste.
Fue entonces cuando sentí una puerta que se cerraba a mis espaldas. Era el Padre Gabriel, con una cara de alivio que se me es difícil olvidar.
-Tu debes ser Jonathan, bienvenido a Sishnag – me dijo muy alegre
-Gracias padre, es un placer estar aquí- contesté
-Ven, déjame cargar tus cosas hasta tu habitación
Como ya sabrán, los miembros de una iglesia, viven en ella.
Generalmente, en la parte superior del edificio, hay habitaciones donde residen los padres, monjas, pupilos y huéspedes de acilo. Lo sé porque el mismo Padre Gabriel me lo explicó.
Una vez instalado, después de descansar del viaje y haber almorzado, el Padre Gabriel tocó a la puerta de mi habitación.
Como de costumbre, yo me encontraba leyendo.
– John… creo que sería conveniente explicarte porque estás aquí… – dijo, muy serio
– Adelante Padre, muero de curiosidad – le contesté.
Lo que me contó, ahogó mi entusiasmo en cuestión de segundos.
Narró varias historias, una más espeluznante que la otra. Todas tenían algo en común: sucedían dentro de esa misma iglesia.
Me contó que en una ocasión él y uno de los monaguillos que ahí vivía, fueron interrumpidos en la noche mientras dormían por unos ruidos espantosos que provenían de abajo. Cuando bajaron ambos vieron horrorizados como los bancos de la iglesia, de tres metros cada uno pesando mínimamente veinte kilos, se movían bruscamente y chocaban unos con otros. El episodio continuó hasta que salió el sol con el amanecer. Cada banco regreso a su lugar específico.
En otra ocasión, al salir de uno de los baños, sintió una voz encantadora. Que susurraba su nombre de forma intranquilizadora.
-“Gabriel… pecados… muerte…”
-“Gabriel… mentiras… sangre…”
Los ojos del Padre se llenaban de terror al contarme las historias. Tuve que creerle.
Nadie inventaría algo como eso, nadie.
– No te preocupes – dije – Resolveré este misterio, te lo prometo.
– John… – dijo poniendo su mano en mi hombro
– Soy el único que se quedo aquí, los demás huyeron cuando empezaron los episodios. Otros… no lo soportaron John. No pudieron aguantarlo.
¡Estos no son milagros John! Son actos del Señor de las Sombras.
Los que se quedaron conmigo… se suicidaron…
Las lagrimas comenzaron a brotarle de los ojos… lucía tan mal, como a punto de explotar en llantos y sollozos…
– Gabriel… esto… Voy a averiguar que sucede aquí, te lo prometo.
Recorrí durante ese día, todo el lugar. No dejé rincón sin examinar, inspeccioné hasta el altar. Nada
Ni trabajos de magia negra, ni símbolos infernales, ni objetos malditos, ¡nada!
Absolutamente nada…
Caía la noche, y por primera vez, me incomodaba quedarme en un lugar que supuestamente tenía algo sombrío oculto.
Cenamos juntos el Padre Gabriel y yo. Éramos los únicos seres humanos presentes allí. Constantemente me preguntaba, como había hecho él para vivir solo hasta mi llegada.
Apagamos las luces de la iglesia y subimos a los cuartos en el piso superior del edificio.
Al principio esa noche no sentí nada, más que frio. Era invierno, según recuerdo.
Más adentradas las horas, comencé a escuchar cosas.
-“John… vete…John”
Desperté, estaba soñando efectivamente. El episodio que me había contado Gabriel esa mañana me dejó aturdido.
Traté de dormirme, pero no pude. Así que bajé a la iglesia, para apreciar las obras de arte que ésta tenia. No quería quedarme en mi habitación, por algún motivo me sentía incomodo.
Encendí una vela y bajé las escaleras de espiral.
Llegué al altar y mire hacia adelante, contemplando los bancos inmóviles. Aunque llamó mi atención una silueta a lo lejos, por detrás de la hilera de bancos a mi derecha.
Allí detrás de una columna había una estatua de quien supongo yo era la virgen María, mirando fijamente hacia donde yo me encontraba. Juraba que, al llegar esa mañana, había visto a esa misma estatua a la inversa, mirando hacia la puerta no hacia el altar. ¿Quién la voltearía? ¿Gabriel?
La expresión de esa virgen me incomodaba. Estaba tan seria e inexpresiva, no podía mirarla más de diez segundos sin sentir ganas de apartar la mirada hacia otro lado.
Me di vuelta en redondo, dándole la espalda a la estatua y al altar.
Vi los pies del Cristo en su cruz y levanté la mirada para contemplarlo por completo nuevamente.
Tuve que correr por haberlo hecho.
Ahí estaba mirándome fijamente boquiabierto con una mueca de dolor y con la sangre pintada cayéndole por las mejillas. Me miraba a mí, colgado detrás del altar. ¿Qué me causaba horror?
Ese mismo Cristo, cuando lo vi al llegar esa mañana, estaba mirando hacia el techo. ¡No hacia el altar!
Me invadió el miedo y corrí por las escaleras, entré a mi cuarto y me cubrí con las sabanas de mi cama. Como si tuviera seis años. Aunque creo que cualquiera en mi lugar lo hubiese hecho.
No sé cómo pero logre conciliar el sueño esa noche, pero lo hice.
A la mañana siguiente, me encontré con el Padre en la cocina. Para desayunar
Le conté lo sucedido la noche anterior.
Me miró fijamente, y después de unos segundos me contestó:
-Que sueño tan horrible…
-Debió serlo…- le contesté
Recuerdo perfectamente, que durante esa jornada tampoco pasó nada. Fue un día normal, común y corriente. Aburrido.
Pero la noche…
No pude dormir, los recuerdos de lo acontecido la noche anterior no me abandonaban.
Estaba acostumbrado a episodios de esa índole, después de todo, soy investigador paranormal. Pero aún así…
Logré dormirme al amanecer. Y desperté cerca del mediodía.
Cuando abrí los ojos vi sentada en una silla, frente a mi cama a una anciana.
Que cuando me vio despertar se me arrojó encima.
-¡Vete! ¡Tienes que irte! ¡Mientras puedas! ¡Vete!
No pude decir palabra alguna, Gabriel entró a la habitación y hecho a la mujer, mientras la tranquilizaba.
– Perdónala… – me dijo al salir.
Yo miraba atónito…
No vi al Padre hasta la hora del almuerzo.
– Lamento lo que pasó esta mañana – me dijo mientras entraba a la cocina.
– Esa mujer, antes vivía aquí, era una de las monjas de la iglesia.
– Comprendo – contesté – Pero, ¿por qué debo irme?
– Por los mismos motivos que te he contado…
– Sí, bueno. De todos modos me quedaré, quiero deducir que sucede aquí.
– Es bueno saberlo John…
Ese fue otro día normal, nada extraño.
Deduje que los episodios ocurrían solamente de noche, y no me equivoque.
La mujer se quedó ese día. Ayudó al Padre Gabriel con algunas cosas.
No entendí la mayoría de ellas, no soy muy aficionado a los temas religiosos… irónicamente.
A las ultimas horas de la tarde, puse a prueba una de las cosas que aprendí a lo largo de estos años…
El atardecer ya llegaba a su fin, y estaba a punto de caer la noche.
Tomé uno de mis bolsos, donde ocasionalmente llevo artículos como amuletos, libros, pociones, entre otras muchas cosas.
Bajé las escaleras de espiral, y coloqué el bolso sobre el altar.
La cara de sorpresa del Padre y la mujer se notaba a metros de distancia. Con aires de desconfianza Gabriel se acercó al altar, donde me encontraba organizando los objetos de mi pertenencia.
-¿Magia? – me preguntó consternado
– Recursos… – le contesté
– Ese tipo de recursos, aquí, son blasfemia…
– Tal vez, pero son meramente necesarios. De esta manera, quizás logre encontrar algo.
Saque del bolso, una tiza roja y un libro antiguo. Un regalo de un amigo mío, que en forma de agradecimiento me lo obsequio. Era dueño de una biblioteca.
El libro tenía, entre otras cosas, símbolos mágicos, sellos, invocaciones y hechizos contra las fuerzas oscuras. Algo muy interesante, aunque extravagante. Muchas de esas cosas NO servían en realidad.
Con la tiza hice uno de los sellos del libro. Lo marqué justo en medio del pasillo central de la iglesia. Entre las dos filas de bancos.
Era un maleficio contra fenómenos polstergeist, más conocidos como fantasmas burlones. Tenían la costumbre de realizar las mismas acciones que se veían en ese sitio.
También coloqué una cámara en un trípode, justo en frente de la puerta de acceso, la cual era inmensa.
La cámara apuntaba hacia el altar, y enfocaba casi a la perfección todo el lugar. Excepto el cubículo de madera, el confesionario. Que se encontraba al costado izquierdo de la cámara y permanecía fuera de foco.
Luego de cenar, encendí la cámara. Con esperanzas de que esta capte algo interesante para ver. Tal vez así, me acerque a la solución del fenómeno que azotaba esa región…
Nos fuimos a dormir, la mujer también se había quedado aquella noche. Algo en ella me incomodaba, no me agradaba del todo.
La noche transcurrió normalmente, y esta vez sí pude conciliar el sueño.
Horas más tarde, me estremeció un grito de dolor. Adormecido me levanté de mi cama, encendí una vela y me dirigí a la habitación del Padre, el no estaba allí.
Bajé apresurado por las escaleras, Gabriel estaba al final de éstas petrificado, inmóvil.
– ¿Qué sucede? – pregunté
Lo único que atinó a hacer fue levantar su dedo índice hacía el altar…
Sobre él estaba la mujer, la supuesta monja. Muerta.
Su rostro reflejaba el terror de lo último que había vivido, boquiabierta con sus ojos abiertos de par en par.
Lo extraño era, que no presentaba ningún daño físico. Ningún rasguño, ningún golpe, ningún corte, ningún rastro de sangre.
El sello que había dibujado en el centro del pasillo, estaba borroneado. Y la cámara en su trípode estaba apagada…
El Padre Gabriel sacó una petaca de whisky de su sotana, bebió de ésta con desesperación.
Así mismo yo tomé una caja de cigarros de mi bolso, que aún seguía ahí, junto al altar.
Le ofrecí uno al Padre, pero me lo rechazo. “No vaya a ser pecado”- pensé.
Al llegar el amanecer, ordenamos todo. Borré el sello mágico y revisé la cámara.
La difunta no tenía parientes presentes aparentemente.
El Padre Gabriel hizo los honores y despedimos a la pobre anciana antes del mediodía. La sepultamos en el mismo cementerio de la iglesia.
Durante esa jornada, no hubo palabra alguna entre nosotros. Estuvimos en silencio casi todo el tiempo. Supongo que por respeto a la anciana.
– Esta noche repetiré lo de la cámara… – le dije durante la cena.
La mirada del Padre estaba perdida. Se notaba que estaba aturdido por lo acontecido.
– Yo no tengo sueño…- me contestó casi murmullando.
– Creo que me quedaré abajo, no soporto más esta pesadilla. Me bañaré en agua bendita si es necesario, pero esos demonios o lo que sean no me sobrepasarán. ¡No a mí!
Estaba acongojado, furioso y triste a la vez. La muerte de la monja realmente le había afectado.
Supuse por un instante que pudo haber un romance entre ellos. El Padre Gabriel no era precisamente un muchachito joven…
Olvidé enseguida esa idea absurda, el Padre era un hombre de fe y dedicado de lleno a su profesión. Bastaba poco tiempo de conocerlo para darse cuenta.
Cercano a la hora de dormir, encendí nuevamente la cámara con un cigarro en la boca.
Gabriel se encontraba en el piso superior. Rezando supongo…
Cuando terminé los preparativos, me dispuse a subir. Me encontré con el Padre, quien estaba bajando.
No se había cambiado, tenía aún la sotana blanca que se había puesto para el entierro de la anciana.
– Buenas noches John…- me dijo hundido en falsa tranquilidad. Se le notaba el miedo y el insomnio en su mirada.
– Buenas noches Gabriel… contesté
Pasaron varias horas. Y sabía que él se había quedado en la iglesia, porque no escuché la puerta de su habitación.
Al rato sentí que alguien subía las escaleras y me asomé desde la puerta
– ¿Gabriel? – dije
No había nadie, ni en la escalera, ni en la recamara del Padre…
No le di importancia al hecho y volví a mi cama. Las horas siguieron pasando y yo no podía quitarme la imagen de la pobre anciana sobre el altar.
Unos ruidos horribles interrumpieron mi meditación, seguidos de un grito del Padre Gabriel
– ¡¡John!!
Corrí lo más rápido que pude hasta llegar a las escaleras, las bajé a toda prisa.
Cuando llegué a la iglesia mire hacia todas direcciones pero no encontré al Padre, en ese momento lo sentí. Alguien o algo golpeó mi cabeza, dejándome inconsciente…
Cuando desperté, mareado, comencé a buscar a Gabriel. Pero no estaba en ninguna parte.
Todo estaba destruido. Ninguno de los bancos se encontraba sano, los vitraux estaban destrozados sobre el suelo, las flores del altar se habían convertido inexplicablemente en cenizas y en el suelo había lo que parecía ser sangre. Todo estaba hecho una ruina…
Estuve un largo rato mirando estupefacto la escena tratando de explicarme que había sucedido, cuando algo dentro de mí hizo que cayera a la realidad.
– ¡La cámara!
Corrí hacia ella, por suerte estaba encendida. La tomé en mis manos la rebobiné, y reproduje lo que había grabado.
Lo que vi me erizó la piel, nunca olvidaré esas horrendas imágenes. Apague la cámara y respiré profundo.
– ¡Gabriel! ¡Gabriel!
Escuché unos sollozos que venían del cubículo de madera, del confesionario.
Abrí bruscamente la puerta. Ahí estaba el Padre Gabriel, sentado en un rincón, balanceándose, con la mirada fija en el suelo, los ojos llenos de lágrimas y la sotana cubierta de sangre…
– ¡Las estatuas! ¡Las estatuas!
Santiago Nitto
11-10-10
5 comentarios
Me gustó mucho
Muchas gracias!
Esta muy padre, me encanto:)
Muchas gracias
El final es demasiado flojo comparado con lo demás.