Nadar está estrictamente prohibido en mi playa local

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Hay una playa por la costa de Carolina del Sur en donde está prohibido nadar. Existe entre dos islas pequeñas, y la fuerza de la corriente que fluye por ellas se puede multiplicar de un momento a otro. Han muerto decenas a lo largo de la última década, ya sea por el resultado de una apuesta que salió mal, un intento de presunción para demostrar fortaleza, o simplemente alguien que pasó por alto las numerosas advertencias en el camino hacia la arena.

Pero yo no he muerto aún. Aunque solo he ido dos veces.

Nací y fui criado cerca del Pacífico; para cuando había comenzado la escuela secundaria, ya había destruido tres tablas para surfear. Pero las olas del Atlántico no son ni por cerca igual de grandes. Excepto por una, claro, una que pone en vergüenza a las olas del Pacífico. Y solo se presenta en una playa en particular, la playa en la que no está permitido nadar, cuando las condiciones son apropiadas. Porque cuando la marea está bajando, hay una luna llena y la temperatura del agua está a punto de invertirse, sucede algo mágico entre esas dos islas. Algo en esa formación geológica única que crea la ola perfecta.

Recuerdo haber escuchado los rumores y haber estado pendiente del clima para cuando las condiciones se alinearan. Y había trasnochado desde mi auto estacionado en la arena hace dos años, y había observado al grosor del océano desvanecerse e hincharse en la forma de un crescendo glorioso; la luz de la luna iluminaba la espuma encima del agua lodosa. Y sabía que un día tendría que capturar esa ola.

Por lo que el año siguiente, regresé con mi tabla y esperé. Caminaba hacia el mar, el agua se colaba por mi traje de baño húmedo, la playa estaba vacía y la figura oscurecida de algas se ondeaba por debajo de mí. Aparte del crujir de las olas, había un silencio sepulcral; no había ranas croando ni pájaros piando. Solo estaba yo; yo y el océano.

Luego vi cómo se formaba en la distancia a medida que el nivel del mar se hundía como un drenaje, y mis ojos se ampliaron mientras fui empujado hacia adelante. Rugía en mi dirección, y me preparé para montar la ola, pero en ese preciso segundo, mi pie se atoró en algo, una enredadera de vegetación o alguna rama. Pataleé, pero el objeto se mantuvo firme, y algo filoso se enterraba en mi tobillo como espinas. Encima de mí, la ola ganaba altitud y pataleé de nuevo, sin éxito, hasta que el agua reventó en la superficie y fui liberado violentamente. Me revolqué en la oscuridad, golpeándome a través de la vegetación espesa y pegajosa hasta que estaba regurgitando en la playa, luchando por respirar, mientras el agua me cosquilleaba la nariz y la sal ardía en mis ojos. Había sangre derramándose desde mi pierna por varios cortes largos que cicatrizaron a través de los meses subsiguientes luego de infecciones continuas.

Había perdido mi oportunidad. Hasta el año siguiente.

Ese año, mantuve mis pies más elevados, cepillándome contra el mar apenas la ola avanzó rápidamente. Y la atrapé justo a tiempo, observando cómo el agua se retraía desde la playa para alimentar la ola, dejando atrás solo suficiente agua como para ver las sombras que yacían por debajo.

Brazos. Miles de brazos extendidos hacia arriba al igual que plantas en la arena, con sus manos abiertas y buscando, emergiendo desde el codo para arriba, y con unas uñas que reflejaban la luz de la luna como si fueran escamas. A medida que el agua se retiraba, los brazos se enterraban en la profundidad de la arena, y solo retornaron con toda su longitud bajo la protección lodosa del agua. Algunos apretaban peces enteros, otros sostenían trozos de madera y otros se aferraban a objetos muy difíciles de discernir, pero no muy difíciles de inferir.

Podía observarlos desde mi posición —cuando el agua se encontraba en su punto más bajo y si me enfocaba directamente en el fondo—. Y se alzaron en mi dirección conforme maniobraba mi tabla para surfear hasta que aterricé contra la costa y su aleta se enterró en la arena. Al girarme, pude ver que eso había sido lo que una vez había confundido con la silueta oscura de algas, elevándose y sacudiéndose con cada cresta. Esperando. Apretando.

Y al observar las cicatrices de mi pierna —cinco marcas de tejido brillante—, me di cuenta de que no era la corriente lo que jalaba a los nadadores bajo la superficie.

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La traducción al español pertenece a esta página. Fue escrito en inglés por LeoDuhVinci:
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