True story: Ed Gein + El Ángel de Auschwitz

El Ángel de Auschwitz


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Irma Ilse Ida Grese nació un 7 de octubre de 1923 en Wrechen, Alemania. En su infancia fue una niña tranquila y algo tímida. Dotada de una gran belleza física, nadie imaginó que, tras aquel rostro angelical, se escondía la semilla de un monstruo cruel y sádico. El monstruo sólo necesitaba del escenario adecuado para manifestare: así, a los diecinueve años fue nombrada supervisora de prisioneros en Auschwitz. La historia nunca olvidará cómo se reía entregando famélicas judías a los perros hambrientos, cómo depravadamente disfrutaba de latiguear los senos de las prisioneras «más dotadas» o de apagar vidas a su antojo apretando el gatillo de su pistola. Tras la derrota de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, sus crímenes la convirtieron en la mujer más joven en ser enviada a la horca bajo las leyes británicas, siendo ejecutada un 13 de diciembre de 1945 a sus veintitrés años. Tras su muerte, en su alojamiento se hallaron tres lámparas con las pantallas hechas de piel humana; según se rumorea, de prisioneros despellejados por sus propias manos.

Odiada profundamente por sus víctimas judías, la combinación de su maldad y belleza han hecho que se la recuerde bajo títulos como «El Ángel de Auschwitz», «El Ángel de la Muerte» o «La Bestia Bella». También se la ha llamado «La Perra de Belsen».

Irma fue hija de un lechero disidente del Partido Nazi y de una mujer llamada Berta. Durante su infancia fue una niña normal; inclusive, según declaraciones de su hermana Helen (efectuadas durante el juicio), «de niña era bastante tímida y en modo alguno violenta. Evitaba los enfrentamientos y, en caso de peleas entre niños, siempre huía».

El único suceso traumático del que se tiene noticia fue el suicidio de su madre en 1936, cuando Irma era apenas una preadolescente. No se sabe si esto influyó en su indisciplina escolar, pero lo cierto es que a los quince años abandonó el colegio como consecuencia de su desgano y de los intereses que había empezado a mostrar por integrarse a las juventudes hitlerianas, deseando por ello unirse a la Liga de la Juventud Femenina Alemana, agrupación que su padre desaprobaba.

Lo anterior, junto con lo que queda de relevante antes de su transformación, fue narrado por boca de la propia Irma Grese durante el Juicio de Bergen-Belsen, en el cual los tribunales británicos la juzgaron a ella y a 44 personas más implicadas en la administración del campo de concentración de Bergen-Belsen.

En 1943, Irma entró en el Campo de concentración de Auschwitz, como una SS Oberaufseherin (guardia femenina). Con impresionante rapidez, a finales del mismo año fue ascendida a supervisora, llegando a ser la segunda mujer de más alto rango después de María Mandel. Dicen que fue su enorme fanatismo nazi y su considerable sadismo lo que le abrió la puerta a tan veloz ascenso, aunque su belleza estuvo implicada en el asunto, tal y como queda claramente sugerido en el hecho de que le gustaba «compartir su belleza» con oficiales de alto rango, como Joseph Mengele y Josef Kramer, además de otros menos conocidos, desconocidos o no confirmados.

Aproximadamente unas 30,000 prisioneras le fueron delegadas en Auschwitz, lo cual representó el terreno ideal para desatar abiertamente sus pulsiones crueles, cosa que Irma no dudó en aprovechar: primero en Auschwitz, luego en Ravensbruck y finalmente en Bergen-Belsen. En aquel recorrido tuvo lugar el proceso psicológico en que Irma fue incrementando sus tendencias oscuras, desembocando ya desde sus primeras etapas en el sadismo exacerbado que la llevaría a la fama y a la horca.

Olga Lengyel fue una de las víctimas que sobrevivió a la crueldad de Irma Grese. Años después del Holocausto, Olga reunió documentación y ordenó recuerdos para escribir Los hornos de Hitler. Como introducción al siniestro perfil de Irma se pueden citar estas palabras:

«Irma Grese se adelantaba hacia las prisioneras con su andar ondulante y sus caderas en movimiento. Los ojos de las cuarenta mil desventuradas mujeres, mudas e inmóviles, se clavaban en ella. Era de estatura mediana, estaba elegantemente ataviada y tenía el cabello impecablemente arreglado.

El terror mortal inspirado por su presencia la complacía indudablemente y la deleitaba. Porque aquella muchacha de veintidós años carecía en absoluto de entrañas. Con mano segura escogía a sus víctimas, no sólo de entre las sanas, sino de entre las enfermas, débiles e incapacitadas. Las que, a pesar de su hambre y penalidades, seguían manifestando un poco de su belleza física anterior eran las primeras en ser seleccionadas. Constituían los blancos especiales de la atención de Irma Grese.

Durante las “selecciones”, el “Ángel Rubio de Belsen”, como más adelante había de llamarla la prensa, manejaba con liberalidad su látigo. Sacudía fustazos adonde se le antojaba, y a nosotras no nos tocaba más que aguantar lo mejor que pudiésemos. Nuestras contorsiones de dolor y la sangre que derramábamos la hacían sonreír».

Las palabras anteriores muestran ya que Irma se fijaba mucho en la belleza de las prisioneras, eligiendo como blanco a las de mejor aspecto. Detrás de eso no estaba la envidia, sino una sexualidad retorcida. Testigo de sus sangrientas exquisiteces fue Gisella Pearl, médica de los prisioneros que en el Juicio de Bergen-Belsen, declaró: «Grese gustaba de azotar con su fusta en los senos a jóvenes bien dotadas, con el objeto de que las heridas se infectaran. Cuando esto ocurría, yo tenía que ordenar la amputación del pecho, que se realizaba sin anestesia. Entonces ella se excitaba sexualmente con el sufrimiento de la mujer». Complementariamente, la pervertida Bestia Bella tenía otras costumbres ligadas a su perfil de predadora sexual: tenía una esclava sexual con la cual mantenía un sádico romance lésbico; con relativa frecuencia, mandaba a traer prisioneras de buen aspecto para usarlas sexualmente, uso en el que la tortura y la degradación solían hacerse presentes; y se vinculó sexualmente a varios oficiales e incluso parece que a ciertos prisioneros masculinos, por lo cual algunas veces obligó a un médico prisionero húngaro a que le practicara abortos, so pena de muerte.

Además de sádica sexual, Irma Grese era una auténtica asesina cuya maldad no se frenaba ni con los niños, un ser que en promedio tenía la responsabilidad de unas treinta muertes diarias. La revista digital FDM, en un artículo de Mónica González Álvarez, nos muestra parte de lo dicho en estos términos: «Otro de sus “modus operandi” consistía en asesinar a las internas pegándoles un tiro a sangre fría. Los abusos sexuales y las torturas a niños estaban a la orden del día; Irma no conocía ni tenía límites. Su extremada depravación la llevó a pegar sádicas palizas con un látigo trenzado hasta provocar la muerte de las víctimas». Habría pues que imaginarla con ese instrumento que tanto la enorgullecía, tal y como, luego de su captura, evidenció en un interrogatorio cuando poéticamente dijo que su estimado látigo «era muy ligero, traslúcido como vidrio blanco». Y es que, siendo como era ella, una persona de aspecto impecable que daba gran importancia a la belleza, cabe sospechar que, en su retorcida mente, la naturaleza translúcida de su látigo otorgaba un estimulante aspecto estético a su uso, ya que la sangre de las prisioneras debía de parecerle bastante elegante en su contraste cromático con el aspecto cristalino del látigo.

Aunque quizá lo más escalofriante de todo era el placer que se pintaba en la cara de Irma cuando las mordidas de los perros recaían sobre prisioneras judías que, en muchos casos, el hambre prolongada había reducido a puro hueso y pellejo. Luba Triszinska, sobreviviente del Holocausto, afirmó durante el Juicio de Bergen-Belsen que Irma «no daba de comer a los perros, los mantenía enjaulados durante días con el bozal puesto. Cuando una prisionera caía al suelo desfallecida, mandaba a su criada polaca a que trajese los perros y los azuzaba, lanzándolos contra aquellas mujeres desnutridas que apenas podían defenderse y que eran despedazadas vivas por los animales».

El ejercicio era realmente usado como medida disciplinaria por los militares alemanes, tal y como se hacía y aún se hace en todo ejército. Sin embargo, Irma tomó esto como base para sus excesos inhumanos, ya que a veces obligaba a los internos a hacer flexiones durante «horas». Mientras, se paseaba con su precioso látigo de celofán, vigilando a los presos para darle un tremendo azote a aquellos que osasen parar, disfrutando así del dolor de unos y el temor de otros.

Finalmente, y aunque parezca difícil darle crédito a la palabra «horas», Klara Lebowitz, sobreviviente del Holocausto, dijo que, «Grese obligaba a los internos a permanecer en formación, durante horas, sosteniendo grandes piedras sobre sus cabezas».

Fue en Polonia donde Irma logró localizar a una chica española a la cual, años antes, había conocido en Wrechen, una ciudad alemana ubicada a tan sólo 60 kilómetros de Berlín. Irma había desarrollado una oscura obsesión erótica por la pequeña púber española que para ese entonces contaba apenas con trece años de edad.

La chica española (su identidad real se desconoce) había tenido el infortunio de que su padre, que ostentaba un cargo importante en el gobierno de Primo de Rivera pero vivía en Alemania, se había tenido que regresar a España durante la Guerra Civil Española, dejándola a ella en Polonia. Las circunstancias de la chica, conjugadas con el poder de Irma, fueron suficientes para que ella la convierta en su «criada», título que ocultaba su rol de esclava doméstica y sexual.

Grese tuvo a la «callada joven de ojos oscuros» durante mucho tiempo, haciéndola pasar como polaca y llevándola a donde fuese: en el campo de concentración de Ravensbruck la tuvo dentro de su propia casa; en Auschwitz, dentro de una buhardilla cercana a la casa en que ella habitaba; en Bergen-Belsen, en una casa cercana al campo.

Es hasta el 17 de septiembre de 1945 que comienza, en Lüneburg, el juicio de Bergen-Belsen. A pesar de ocupar el noveno lugar en la lista de acusados, Irma resultó llamativa y se convirtió en la estrella del proceso.

Sabiendo que iba a ser condenada a muerte, pues entre los llamados a dar testimonio habían prisioneras judías que le guardan un profundo y natural rencor, optó en sus últimos días por el cinismo, la provocación y la arrogancia. Se mostraba indiferente y despreciativa con el tribunal, era lacónica («no», «sí», «no sé», «nunca vi nada de eso»), insolente en ocasiones («Yo debería saber mejor que usted si tenía o no tenía un perro, ¿no le parece?», «Me gustaría que dejara de repetir la palabra «regularmente»») y tendía a negar algunas acusaciones al punto del cinismo sarcástico («Yo soy incapaz de hacer planes. Nunca hice ningún plan para matar prisioneros»).

Los testimonios contra ella incluyen cosas terribles; sin embargo, Irma Grese no aceptó todos los cargos que se formularon en su contra: negó haber usado perros contra las prisioneras, haber disparado a sangre fría a las internas, haber azotado senos con su látigo, entre otras cosas. Solamente aceptó haber golpeado a las prisioneras, pero con las manos y «por alguna buena razón», haber presenciado selecciones para las cámaras de gas, haber empleado el látigo para poner y mantener el orden en las formaciones y haber sometido a los internos a sesiones deportivas como una forma de castigo. Con todo, los testimonios y las evidencias bastaron para formular cargos suficientes como para justificar la sentencia de muerte en la horca.

Entretanto, la prensa sensacionalista se había encargado de causar revuelo en torno a su figura, dando como resultado que, para cuando murió, ya fuera famosa.

Ediciones de Asesinatoenserie.net y Asesionesenserie.com

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