El Penitente de Ovruch + La casa del chivo

La casa del chivo


Un portal a otra dimensión, un pozo lleno de sombras; infortunados a perder el sueño aquellos cuyos ojos lean esta historia.

La ciudad de Celaya en el estado de Guanajuato es un regalo a los sentidos. Con sus calles empedradas y casas de la época colonial aún en pie, es un lugar que debería ser visto. Hermosa y misteriosa, la ciudad tiene algo para cada quien, ya sea que disfrutes las tardes en la plaza o las fiestas populares; también tiene algo para todos, un regalo que nadie puede dejar pasar cuando visita la ciudad, y eso es la dulce cajeta. Al escribir esto se me hace agua la boca por pensar en el delicioso dulce de leche que alguna vez le diera la fama inicial a la ciudad de Celaya, que es cuna de secretos y leyendas. Es, de hecho, este delicioso dulce de leche lo que no permite que entre la tradición popular se olvide esta historia.

Existe entre esas calles empedradas y de bellas casas que todavía conservan el aire colonial, una calle en particular, otrora llamada la Calle de Mártires (hoy día conocida como Poeta José Nieto y Aguilar), la cual alberga una casa en particular cuya sola presencia rompe con la alegría y la tranquilidad de la ciudad. Aun con los años de abandono la casa intenta demostrar algo de su antiguo esplendor, permaneciendo su fachada y porche aún en pie, numerosas habitaciones y un patio trasero que en alguna ocasión fuera un hermoso jardín, pero que hoy se observa como un terreno desolado en el que sólo algún pasto reseco se atreve a germinar, y culmina con un viejo pozo en el centro del terreno. Al acercarse de todas las direcciones a esta casa, el número de residencias habitadas disminuye, así como la cantidad de animales callejeros; incluso el más necesitado de los vagabundos prefiere pasar la noche a la intemperie y en la lluvia antes que pasarla en esa casa, la cual ha cambiado de dueño hasta que la tradición ha perdido a su propietario, y actualmente se encuentra, al igual que la mayoría de las casas de los alrededores al final de la Calle de Mártires, deshabitada.

Hace más de medio siglo vivía en la casa, sin embargo, una familia que se mantenía unida por el amor de tres hermanos, cuyos padres habían muerto durante un viaje hace muchos años. Su abuela, una mujer anciana con un carácter indomable, se hizo cargo de ellos mudándose a la casa que estos habitaban y vendiendo su previo hogar con el fin de salvarlo del deterioro y el abandono. La mujer, así como todos hemos de hacer eventualmente, falleció dejando a sus nietos (jóvenes ya formados) solos en la gran casa, su única propiedad y patrimonio aparte de una cantidad de dinero que disminuía peligrosamente.

Eran pues los habitantes de la casa los hermanos, dos varones y una señorita, cuyos nombres cambian según la persona que cuente la historia, siendo el consenso silencioso llamarlos Juan, Rosa y Martín, en orden de edad. Juan, un hombre ya a sus 24 años, tomó el cargo de su familia trabajando en la fábrica de cajeta más grande de la ciudad, mientras que su hermano estudiaba y su hermana se hacía cargo de la casa. Cada noche él regresaba caminando por la calle con la mayor alegría y tranquilidad, saludando a cuanto vecino encontrara en la entonces muy poblada colonia de la ciudad; era muy común que regresara con un frasco de cajeta y una bolsa de cuernos bajo el brazo para encontrar el chocolate caliente que compartirían como cena, durante la cual contaban su día y disfrutaban de la compañía mutua en amena charla, comúnmente animada por los cuentos de espantos, apariciones y fantasmas que Juan disfrutaba relatando. Él era un bromista, le divertía asustar a su familia, sabiéndose que era un hombre valiente a quien dichas cosas no le impresionaban en lo absoluto ni le hacían perder el sueño.

Sucede en una tarde de diciembre al tiempo que la luz se escondía tras los cerros, aproximadamente a las cinco de la tarde, según Rosa le contaría más tarde a Juan, que del pozo encontrado en su patio empezó a emanar un olor molesto y nauseabundo. Juan, preocupado por que existiera contaminación de algún tipo en el agua, programó para el día siguiente (su día de descanso) el inspeccionar el pozo; no fuera a haber muerto algún animal en él y su hermana apenas hubiera olido la podredumbre.

La mañana siguiente, sin embargo, Juan no encontró rastro de olor alguno e incluso se atrevió a bromear con su hermana: «Rosa, mira que quizá haya sido la cocina de la vecina que se le ha quemado el guiso», con lo cual consiguió la risa de Martín y el coraje de su hermana, quien convencida aseguraba que el olor provenía del pozo. Más tarde, cuando el reloj daba las cinco, Rosa percibió desde la cocina el mismo olor nauseabundo proveniente del patio, y más específicamente, del pozo que coronaba su centro. Mientras tapaba su nariz, se preguntaba qué podría generar ese olor. Al contar la historia a sus hermanos, estos la tildaron de delirante y le aconsejaron descansar más seguido.

Durante toda la semana que siguió la joven notó cómo a las cinco de la tarde de cada día iniciaba la emanación del hedor en el pozo, por lo que no le fue difícil hacer que Martín se diera cuenta del hedor para la cuarta tarde. Sin embargo, al contarle los dos a Juan, éste se lo tomó a broma, quizá como una venganza de sus hermanos por todos aquellos sustos que los había hecho pasar. Cuando llegó su día de descanso Juan planeó esconderse en el patio y usar huevos podridos para generar, ahora sí, un olor que perturbara a sus hermanos; una idea grandiosa, y cuánto se iba a reír. Pero al dar las cinco de la tarde, notó cómo un olor abrasivo salía del pozo, y no pudo contener su asombro al darse cuenta de que sus hermanos le habían dicho la verdad; no les contaría pronto a sus hermanos, sin embargo, que el olor que se percibía a las cinco de la tarde desde el pozo, era el olor del azufre.

Juan era un hombre sensato, pero criado en la fe católica; sintió un temor antinatural al azufre creyéndolo señal del demonio, y aprovechó la ausencia de sus hermanos la noche siguiente para pedir al párroco de la iglesia más cercana que bendijera agua y la rociara en el pozo. No le comentó a sus hermanos de sus precauciones, puesto que no pretendía alarmarlos posiblemente sin razón, o peor aún, parecer un cobarde y supersticioso ante ellos. La idea funcionó como un encanto, y varias noches después su hermana le comentaría que el olor no se había percibido hacía tiempo.

Habiéndose casi olvidado del olor desagradable, los tres hermanos atendieron a una posada a la cual los invitara una amistad que vivía a sólo unas calles. Celebraron con alegría siendo partícipes activos, cantando la posada y golpeando la piñata. Para cuando terminaron las actividades y se retiraron, eran pasadas las tres de la mañana y las calles en el regreso ofrecían un silencio espectral, que por el ambiente caldeado de su procedencia les pasaba indiferente, hasta que vieron la fachada de su casa.

La puerta principal abierta de par en par y las ventanas rotas eran una vista horrible para llegar a casa; pudieron haber sido víctimas de un ladrón que aprovechó las fiestas para irrumpir en su morada. Juan, tomando el valor del cual siempre hacía alarde, se apresuró a entrar primero descubriendo el mobiliario de la sala destruido, los cajones de todas las habitaciones abiertos y, en sí, un aspecto de destrucción que seguramente habría significado mucho ruido. Tras un par de días determinaron que no faltaba objeto de valor alguno, y que la incursión había sido aparentemente motivada por vandalismo puro.

Las labores de reparación tomaron la semana siguiente completa, y mantuvieron a la pequeña familia tan atareada que no repararon en las condiciones del pasto del jardín hasta después de haber pasado las festividades de Año Nuevo. Llegada la noche del dos de enero, inició la triada definitiva que haría que los tres abandonaran terminantemente la casa. Esa noche, entre sueños, Juan escuchó un sonido que la mente dormida del hombre asimiló como un reloj de péndulo, que con un desvanecido vaivén, retumbaba un constante ¡CLICK! ¡TOC!, ¡CLICK! ¡TOC!, ¡CLICK! ¡TOC! El sonido no lo molestó, pero despertó al notar cómo dicho sonido aumentaba su intensidad y ya no sonaba como un reloj, sino como el eco de las pisadas de un… caballo (?). No, era algo más pequeño que rondaba por su ventana, la cual daba al jardín de atrás.

Juan, creyendo en la posibilidad de que alguna cabra se hubiera metido al patio, se asomó para ver una sombra de gran tamaño, una persona quizá, rondando el adoquinado del patio. El instinto de rechazar al invasor hizo que juan se levantara al escuchar un golpe fuerte en la puerta de la cocina, mas al correr hacia allá no encontró a nadie ni era posible verle en los alrededores. El estruendo también despertó a sus hermanos, quienes alarmados se levantaron para encontrar a un desconcertado Juan, que les contó lo que había visto.

Por la mañana encontraron un rastro que delataba la presencia de alguien la noche anterior, algo que hizo palidecer a Juan, pues como un camino, y dirigiéndose hacia el pozo, había una serie de huellas en el pasto, todas del tamaño de una pezuña pequeña, pero hechas de tal manera que el pasto estaba chamuscado, seco y ennegrecido.

La segunda noche de lo que la mayoría de quienes cuentan la historia en Celaya llaman «El Acoso», los tres hermanos decidieron dormir en el mismo cuarto, movidos en parte por el miedo de Juan (el que siempre se diera los aires de valiente se encontraba mudo pálido y con una mirada de temor, siendo incapaz de abandonar a su familia, e incapaz de convencerlos de retirarse del lugar). Pasada la media noche, cerca de la una de la madrugada, fueron los tres quienes escucharon algo como un eco en el patio de atrás, el retumbar de un ¡CLICK! ¡TOC!, ¡CLICK! ¡TOC!, ¡CLICK! ¡TOC!; parándose Martín de manera veloz, corrió a la cocina a interceptar a quien fuera aquel que los acosaba, y con una linterna en la mano pudo vislumbrar la sombra de un hombre saltando al pozo, y entre la puerta y el pozo, en el pasto chamuscado, las pisadas de un chivo.

Los hermanos no eran tontos, y tú, estimado lector, estabas esperando algo de esta índole desde que leíste el título, porque sé que la cristiandad nos ha contado la historia de cómo el Diablo aparece en la forma de un hombre alto con las patas de un macho cabrío, o unas patas de chivo; Dios sabe que las abuelas se persignan al ver las pisadas de la pata de un chivo si no las esperan en algún lugar, y hasta llegan a considerarlas una mala señal. Así que estoy seguro de que entenderás que tras lo que les había ocurrido, ellos en conjunto llegaron a la conclusión de que había no algo, ni alguien acosándolos, sino que era el mismo Diablo quien disfrutaba con atormentarlos. La decisión de llamar de nuevo al párroco fue ahora asumida por los tres.

El párroco los escuchó desde lo que había pasado al inicio hasta el fin sin decir una palabra, y con la valentía y el coraje que sólo la fe ciega puede brindar, el hombre les dijo que únicamente por medio de un enfrentamiento directo y preparado se podría terminar con el acoso, y que si ellos eran objeto del mismo, el moverse a otra residencia no los ayudaría: el mal los perseguiría hasta el fin del mundo. De esta manera, luces encendidas, un rosario en la sala del hogar y el padre cual soldado divino con una biblia en mano y agua bendita en la otra, con la esperanza de poder ayudar a las almas de los tres jóvenes.

El reloj dio las doce de la mañana y todos en la casa se sentían tensos y despiertos, esperando que se apareciera el Diablo —y entiendan esto: ellos no estaban en pos de combate ni de glorioso choque de Dios contra el Demonio, sino asustados al punto de casi orinarse encima, y deseando con toda su alma no estar ahí en ese momento—, pero dio la una de la mañana, y luego las dos sin que pasara nada. Transcurridas las dos y media, cuando la adrenalina había bajado para los hermanos y el cansancio empezaba a pesar a todos, se escuchó un inconfundible ¡CLICK! ¡TOC!, ¡CLICK! ¡TOC!, ¡CLICK! ¡TOC! proveniente del patio trasero.

Las luces se apagaron al mismo tiempo que la puerta del patio se abrió de un fuerte golpe, y una sombra, pues no hay palabras en este mundo para describir lo que vieron, se plantó en el pasillo entre la cocina y ellos, en la sala. El valor del padre le sirvió para iniciar un rezo mientras dos ojos verdes veían con un brillo malicioso en la oscuridad la escena de las cuatro personas en la sala. Martín, en un momento de decisión, abrazó a Rosa de manera que la trataba de proteger; en ese momento, y con un ¡CLICK! ¡TOC! retumbando en el piso de la sala, esa sombra empujó al padre que levantaba su biblia como escudo, casi arrancándole la cabeza y callando de un movimiento sus plegarias y salmos. Juan, movido por algo que ni él mismo sabría lo que fue, corrió a tomar la cruz de plata que el padre trajo consigo, esperando usarla como un arma para golpear esa sombra, ese ente o ese ser; pero antes siquiera de asestar un golpe, la sombra agitó un brazo como golpeando al aire y, aun sin tocar a Juan, éste salió volando y se golpeó contra la pared. La sombra rió con una risa fría, y con ese siniestro ¡CLICK! ¡TOC! abandonó la casa, dejando a Martín y Rosa desconcertados e inconsolables: Juan estaba muerto, sin ninguna marca aparente más que una quemadura en el pecho a la altura de su corazón.

La tradición ha perdido el destino de Rosa y Martín después de que abandonaron la casa esa misma noche. Alguna versión dice que encontraron refugio en un convento donde pasaron su vida en paz, y otra dirá que murieron en un incendio; no mentiré diciendo que yo sé lo que les sucedió.

Hoy día la casa y sus alrededores se encuentran vacíos, la gente evita pasar frente a esa casa, y la mayoría de quien lo hace corre y se santigua de manera veloz, esperando que eso los libre de encontrarse con cualquier mal que, según ellos, proviene de ese pozo.

¿Cómo es que la gente teme a ese pozo? En realidad es simple, pues aquellos vecinos que abandonaron el área primero tras la muerte de Juan, dijeron que una noche se escucharon ruidos viniendo de la casa, y esos vecinos movidos por la mórbida curiosidad de ver a qué vándalo podrían vislumbrar, vieron en el entonces iluminado jardín a un hombre saltando en el pozo, pero dudando de que fuera un hombre, pues su pierna izquierda tenía pelo y pezuña y recordaba una pata de macho cabrío.

Ésa es la historia completa que se cuenta en las calles de Celaya, que las abuelas aún usan para asustar a los niños mientras les pasan un pan con cajeta; todos aman la cajeta, pero en esa ciudad los supersticiosos siguen temiendo al ¡CLICK! ¡TOC! del caminar de las patas de un chivo.

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