El necrófago

Los Ayrshin


Escribo esto porque estoy harto, y porque mis vecinos no me creen nada de lo que digo, pero es cierto, juro que es cierto. Lo único que me queda es escribirlo, y esperar a que alguien lo lea y lo publique en alguna parte donde crean lo que me ocurre.

Todo empezó cuando plantaron el sauce… no sé si es culpa del sauce, pero todo empezó ese día. El sauce sigue ahí, melancólico, llorando en mi patio. De día es una visión acogedora y bella, es de gusto ver un sauce dando sombra cálida a quien la quiera en ese patio… pero de noche, cuando sopla el viento, es algo terrible: sus ramas se balancean con malicia, su cabellera nostálgica se encabrita con el viento y el brillo de la luna le da el color del miedo. Sinceramente, nunca le tuve miedo a ese sauce, pero tampoco es que me gustara. Podríamos decir que, prácticamente, lo odiaba. Los sauces son los vegetales que más odio entre los árboles; en ese tiempo no tenía ninguna razón aparente, pero hoy tengo más que una excusa para odiarlos con todo mi ser.

Un día por la mañana, me levanté temprano. Bajé la escalera y me fui a hacer el desayuno. Mis padres aún no se habían levantado, y yo estaba prácticamente solo cuando escuché el correteo: un correteo como el de una rata. «Malditos bichos asquerosos», pensé, mientras agarraba la escoba de la cocina. Salí al pasillo y escuché el correteo subir por la escalera, así que subí también. Tenía sueño en ese momento, por lo que subí muy lentamente, en fin, la rata no tenía por dónde escapar. A la mitad de la escalera sentí un olor muy raro; era olor a quemado. Abrí mucho los ojos, y subí la escalera al doble de velocidad, saltando escalones de dos en dos. Cuando llegué al pie de la escalera, vi el humo saliendo de mi pieza: algo se quemaba. Maldecí mientras soltaba la escoba y me adentraba en mi cuarto: las sábanas de la cama ardían en un perfecto círculo de llamas, de un metro de largo. Grité confundido y corrí a la pieza de mis padres para contarles lo ocurrido. Ellos saltaron de la cama como un resorte, y entre todos apagamos el incendio. Luego de esto, me interrogaron, y yo les conté lo que les acabo de contar a ustedes, pero sin hablar del ratón, porque dudo que les interesara. En un principio no me creyeron, pero después de algo de desesperado diálogo, los ánimos se calmaron y fuimos a desayunar todos juntos.

Habían pasado varias horas ya, me habían cambiado las sábanas, habían ventilado mi pieza y habían limpiado la ceniza del suelo. Todo en orden.

Me encontraba yo en mi ordenador, cuando de pronto escuché un ruido bajo y repetitivo, que en un principio identifiqué como que tocaban mi puerta con las uñas, varias veces y con un ritmo rápido. Luego se detuvo, pero no le hice mucho caso, pues estaba interesado en lo que hacía en mi ordenador. Después escuché los ruidos de nuevo, y luego desaparecieron, bajando rápidamente de decibel. De nuevo no les presté atención, pero esta vez los identifiqué como pasos de roedor. Me preocupé. Pasaron quince segundos y sentí un olor como de asado, y volteé: mi ropero y toda mi ropa ardían sin control. Llamé a mis padres a gritos mientras el humo nublaba mi visión, y rápidamente me puse a la obra. De balde en balde, apagamos entre todos el fuego.

Esta vez la violencia en el interrogatorio fue mucho mayor, me acusaban de pirómano, me gritaban, y aunque lo juré de rodillas, no me creyeron una palabra de lo que dije.

Ese día me castigaron y escondieron todos los fósforos y mecheros de la casa. Me prohibieron salir de mi pieza, y me encerraron con llave. Me dediqué a leer, pues no tenía nada que hacer. Llevaba tres horas encerrado cuando escuché gritos abajo, y un humo negro se filtró por la rendija de mi puerta: se incendiaba el mantel de la mesa del comedor. Abrí la ventana para que saliera el humo y poder escuchar mejor. Habían pasado quince minutos cuando mis padres me abrieron la puerta, confundidos, y pidieron perdón. Me dejaron salir y me dieron una cena mejor de lo acostumbrado. La conversación en la mesa era en voz baja, y con tono temeroso. Yo estaba mudo, escuchando con atención y fingiendo que estaba concentrado en la comida. La conversación no había terminado cuando todos pudimos oler el humo. La reacción fue desesperada, y en cinco minutos estaba apagado el fuego del escritorio de mi padre. Se le habían quemado los trabajos de todo el día, y estaba furibundo.

No hubo más fuego ese día, quien fuera que lo estaba produciendo se había cansado. Todos nos fuimos a acostar, y dormimos con un ojo abierto.

Eran las tres de la mañana cuando me desperté sin saber por qué; a veces pasa. Tragué saliva, y me di cuenta de que tenía mucha sed. Me levanté a oscuras y caminé a tientas hasta el baño. Cerré la puerta detrás de mí, y encendí la luz. Tomé agua y aproveché de mear, para luego salir del baño.

Di cinco pasos, pero me quedé paralizado. Muchos hemos estado en el mar, y más de alguno hemos sentido un alga enredarse en nuestra pierna, y luego nos desesperamos, pensando que abajo puede haber un pulpo, un pez o quién sabe qué bicho asqueroso. Pues eso no tiene nada de raro, a menos que sientas la misma sensación en un pasillo de tu casa. Algo resbaladizo, como una servilleta cubierta de aceite, pero más liso, se deslizó alrededor de mi tobillo, agarrándolo con poca fuerza. Pegué un salto, con un escalofrío en la espalda, y luego escuché el mismo sonido que antes había confundido con un ratón o con unas uñas golpeando mi puerta. Ahora estaba seguro: eran pasos ligeros y veloces, como los de un perro de raza pequeña. Seguí con la vista el supuesto recorrido de esos pasos, y vi por un segundo cómo un bulto negro, del tamaño de un mono, pero sin forma reconocible, salía por la ventana alumbrado por la tenue luz de la luna. Apenas se había alejado corrí hacia la ventana y pude ver por el patio una cosa con cola, como una iguana, pero más humanoide (o no lo sabía, pues no lo podía ver bien) que se arrastraba con velocidad hacia el sauce llorón. Se subió en menos de un segundo por el tronco y se escondió entre las ramas en forma de cúpula. Me quedé paralizado mirando hacia allí. Lentamente, caminé hacia mi pieza, mirando hacia atrás en cada momento, y cerré mi puerta con llave. Me metí entre los pliegues de mi cama y me quedé vigilando los alrededores hasta que el sueño derrotó a mi miedo. Me desperté sobresaltado, pero descubrí con agrado que nada malo había pasado en mi casa. Rápidamente me lancé hacia la ventana de mi pieza y vigilé cada centímetro del sauce. Nada fuera de lo natural.

Tomé el desayuno con intranquilidad y luego salí al patio. Me dirigí al sauce y me metí entre sus ramas. Debajo de él había una sombra casi nocturna, pero sus ramas se veían de lo más normales. El sauce despedía un olor extraño, dulce pero desagradable. Después de cinco minutos inspeccionando el árbol, me aburrí y me fui.

Sólo hubo un incendio ese día: un árbol joven en el patio, alejado del sauce. Apagarlo fue cosa de pocos minutos, y el resto del día hubo relativa paz.

Ese día yo estaba decidido a salir en la noche por el pasillo con una cámara grabadora y una linterna, así grabaría al autor de los incendios y se lo podría mostrar a mis padres. Esperé hasta que me pareció lo suficientemente tarde, y salí.

Estuve unos tres minutos rondando por la casa en total silencio, y apuntaba con la cámara y la linterna a diestra y siniestra, pero no veía ni escuchaba nada raro. Cuando cualquier sonido me parecía sospechoso, apuntaba con la linterna, y no descubría nada. Al cuarto minuto de grabación, apreté por casualidad el botón de encendido de la linterna, con la que jugueteaba nervioso, y se me cayó al suelo. Las pisadas veloces no tardaron nada en aparecer, pero nunca dejé de grabar. Tomé la linterna, pero no la prendí de inmediato, pues tenía un plan. Esperé a que las pisadas se detuvieran en un punto reconocible para apuntar allí con la linterna y grabar a la perfección el momento exacto de la captura. Esperé muy poco, y entonces escuché las pisadas detenerse sobre la mesa del comedor (lugar en el que me encontraba). Rápidamente, prendí la linterna, y un terror increíble se apoderó de mi cuerpo, paralizándolo: la criatura que había visto de reojo la otra noche se presentaba con su silueta bien definida ante mí, parada sobre la mesa del comedor. Era del tamaño de un mono de zoológico, y según pude ver, tenía cola. Sólo pude distinguir el inicio de la cola donde terminaba su espalda, pero por la anchura y el largo supe que era una cola como de reptil. Había visto iguanas, y la silueta de la cola no podía ser más parecida. La cosa estaba encorvada y sus brazos tocaban la mesa entre sus piernas delgadísimas. Su cabeza era redonda, y lo que más temor me infundió fueron sus ojos amarillos. La criatura se había quedado paralizada, como un conejo ante una linterna. Luego de cinco segundos, en los cuales ambos estuvimos paralizados, la bestia se deslizó por la ventana más cercana, dejándola abierta. Yo me tardé bastante más en recuperar la tranquilidad. Finalmente, apagué la cámara.

Esa noche dormí tan mal como la anterior, pero justo antes de dormir, me había visto la grabación completa. Creo recordar que duraba 5:34 minutos. En ella se veía con lujo de detalles el momento del encuentro; era la prueba definitiva.

A la mañana siguiente, fui a mostrarles la grabación a mis padres, pero ellos dormían, por lo que pensé en hacerme el desayuno. Mientras comía con tranquilidad, una vez más sentí ese olor que tanto temía: fuego. Mi reacción fue inmediata, agarré el extintor que habíamos puesto en la cocina en caso de emergencia, y corrí hacia la fuente de humo. Cuál fue mi sorpresa al encontrarme con que mi cámara grabadora ardía. Las llamas rodeaban el plástico, lanzando un olor nauseabundo. Disparé con velocidad la nube blanca y extinguí el fuego de inmediato. Mi cámara no funcionaría nunca más, y la grabación jamás sería compartida. Mis padres no me creerían nada.

Pasaron algunas horas, y cuando atardecía, mis padres me informaron una mala noticia: ellos iban al pueblo a comprar más extintores y comida, que faltaba, dejándome a mí a cargo de la casa. Normalmente no me importaría, pero en este caso era diferente, la sola idea me espantaba. Les rogué a mis padres con todas las artimañas emocionales posibles, pero no había manera, ellos iban a comprar y yo me quedaba cuidando la casa. Vi con tristeza la escena del auto saliendo en reversa, y me despedí de ellos con la mano. Lentamente entré a casa. Cerré todas las ventanas con llave, y luego la puerta principal.

Agarré mi portátil y bajé a jugar en la mesa del comedor, que ya no me inspiraba tanta confianza como antes. Era el lugar que más señal de internet tenía en la casa. Luego de treinta minutos ya estaba despreocupado, mis padres volverían dentro de poco y no se había quemado nada.

De pronto olí ese temido humo, recién comenzado, y otra vez reaccioné con desesperación: era en la pieza de mis padres. Prácticamente volé sobre los escalones, y finalmente llegué a la pieza, la cual estaba iluminada en rojo, y después noté la fuente del fuego: las sábanas de la cama. Algo muy diferente a las veces anteriores ocurría en la pieza, y me llenó de terror, pues sobre la almohada de la izquierda, y a los pies de la cama habían dos criaturas dignas de haber salido del Infierno; eran del tamaño de un mono y tenían la piel negra y escamosa, con aspecto sucio y grasoso, como la de un anfibio. Sus manos eran largas y con dedos delgados, terminados en garras negras como las de un perro. Sus pies eran similares, pero más planos, y los dedos eran compactos y estaban muy juntos. Tenían esa odiada cola de iguana, y una hilera de placas filosas sobre cada vértebra, que llegaba desde el término de su cuello hasta casi la punta de su cola. Sus caras eran inexpresivas, con una boca pequeña (o eso creí) que se esbozaba entres sus mejillas hundidas. Sus ojos eran amarillos y brillantes, y parecían estar hechos de sólo una retina sin pupila ni párpado.

Esto lo pude apreciar en el momento en que estuvimos todos quietos, pero luego la escena cambió con ligereza. Frente a la criatura que se encontraba encorvada sobre la almohada de mi madre había un fuego pequeño, menor que el de una antorcha. La criatura me miró a los ojos, y sus labios se empezaron a separar sin ruido y con lentitud: la criatura sonreía, con una boca cuadrada y llena de dientes agudos y largos. Su sonrisa era tan maligna e inexpresiva como su rostro normalmente, pero daba muchísimo pavor.

Primero, el engendro que sonreía se empezó a frotar las manos, cada vez más rápido, hasta que en un momento apareció una llama ardiendo entre esas manos del bicho asqueroso. Luego, éste miró la cama y soltó la llama sobre las sábanas, que ardieron con impresionante velocidad. A la vista de fuego, el otro engendro se sonrió también, y entre ellos intercambiaron miradas de malicia. Como un relámpago, se pusieron a correr, uno por el suelo y otro por el muro. Yo pensé que se dirigían hacia mí, pero no, estaban huyendo por la puerta. Uno pasó entre mis piernas y el otro por encima de mí, como una gigantesca araña. Yo me quedé paralizado mirando la cama, pero luego recordé lo que acababa de pasar, y salí tras los bichos de negra piel. Ellos bajaron la escalera, arrastrándose como reptiles, y yo los seguí hasta el patio; habían entrado por la puerta trasera, que olvidé cerrar. Los perseguí hasta el sauce y luego los vi desaparecer entre las ramas, fundiéndose con la sombra de éstas.

Atardecía, y yo estaba sumido en mis pensamientos, cuando recordé que la cama se incendiaba. Entré corriendo y busqué por todos lados el extintor, pero había desaparecido, y los baldes de agua habían rociado su contenido por el suelo de la cocina. Llegué al comedor y éste estaba lleno de humo negro, que no me dejaba respirar bien. Me acerqué a la mesa y me agaché, alejándome del humo, pero noté algo extraño: a la derecha de mi computadora había un libro negro y grande abierto, sobre una página que se titulaba “Los Ayrshin”, y mostraba la imagen de una especie de mono, muy feo, de piel oscura y encorvado. Lo tomé y vi que por el lado decía “Mitología Árabe”. Necesitaba saber más sobre los Ayrshin, así que lancé el libro y mi portátil por la ventana mientras el fuego consumía el ala este de mi casa. No pude hacer nada, más que observar cómo todo era consumido por las llamas. Hoy escribo esto, para que conozcan mi historia. ¡Necesito ayuda con urgencia, en serio!

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17 comentarios

Me gustó el bucle temporal del segundo relato, hace ponerte en la situación del protagonista y sería horrible si te sucediera lo mismo.

Con respecto al tercero, a mí en lo personal me encantan los sauces, siempre me han parecido misteriosos y más leyendo este relato.
Lo que noté es que a veces se repiten mucho las mismas palabras como por ejemplo »Linterna» Quizá se debería sustituir por pronombres, o haciendo referencia porque sino se vuelve pesado.

Wow, debe ser duro tener una pesadilla así, arggg, nada más de estar pasando esa cosa una y otra y otra vez me dieron escalofríos

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