«A» es por Agujas

En el día que nací, casi muero por desangrado.

Fui propulsada a este mundo cabalgando una ola de chorro arterial que empapó de rojo la camilla de hospital, tez mortalmente pálida por debajo del barniz de la valiosa sangre de mi madre. Le solicitaron una transfusión de emergencia a mi padre tembloroso, quien nunca había sido capaz de lidiar con agujas. Pero me había otorgado su tipo de sangre A negativo junto con el regalo de la vida, y se sentía responsable. De esta forma, con su primogénita moribunda en la habitación contigua, apretó firmemente sus ojos llorosos y se mordió los nudillos mientras enterraban en su brazo un tubo de metal gordo e inoxidable.

Por fortuna, todos sobrevivimos la dura experiencia. La hemorragia de mi madre se detuvo, la rara y preciada sangre de mi padre me salvó, y, al final, abandonamos el hospital como cualquier otra familia: yo iba fajada con una linda sábana rosa tejida amorosamente por mi madre, y solo la pequeña marca de una perforación en el brazo de mi padre conmemoraba el drama que casi me había costado mi vida recién nacida. Y si ese hubiera sido el final de mis experiencias con la sangre y las agujas, habría muchísimo menos a lo cual temer.

Siempre hubo sangre en mis sábanas a medida que crecía.

Solo un punto por aquí o una marca diminuta por allá; nunca suficiente para ameritar preocupación, pero más que suficiente para frustrar a mi madre. Llegué a anticipar el aburrido pero práctico regalo de sábanas nuevas en cada cumpleaños. Según crecía, el color de esos linos cambiaba de blanco a tintes más oscuros, hasta que finalmente todos sucumbimos ante la solución inevitable, y comencé a dormir sobre rojo. La doctora de la familia pensaba que probablemente era un tipo de eccema, que yo me creaba abrasiones leves al rascarme mientras dormía. No le creí realmente, porque nunca sentía comezón, y siempre que examinaba mi cuerpo por la mañana, no podía encontrar ninguna evidencia de rasguños o cortes.

Mi madre pensaba que quizá podía ser un sangrado de nariz intermitente, pero eso tampoco encajaba, dado que la sangre podía aparecer casi en cualquier parte de las sábanas, desde las coberturas de mis almohadas, hasta donde descansaba mis pies cuando me ovillaba sobre mi costado (siempre la durmiente fetal).

No fue hasta que colapsé un día en clase de Inglés que descubrimos que padecía de anemia. Mis niveles de hierro eran tan bajos que a la doctora le sorprendió que aún pudiera caminar y hablar. La inyección inmediata en mi espalda de suplementos de hierro fue muy dolorosa. Salimos del consultorio con una prescripción para tabletas de hierro y tanta carne roja como fuera posible. Mi padre me cargó de vuelta al auto; su rostro apuesto estaba fruncido por arrugas de preocupación.

Conforme mi niñez menguó y mis años adolescentes florecieron —rematados con cambios de humor salvajes y acné desenfrenado—, mi trastorno misterioso se volvió aún más extraño. Desde hace mucho, las demás chicas de mi edad habían estado comprando paquetes brillantes con estampados florales repletos de utensilios sanitarios, pero yo solo recorría la mirada por aquel pasillo particular del supermercado con una combinación curiosa de celos y alivio. A mis dieciséis años, me hallaba de regreso en la oficina blanca y angosta de la doctora de mi familia. Mi madre le explicaba, con ese estilo maternalmente amoroso, que aún no me habían comenzado «las mensuales».

Fueron muchos exámenes. Tomaron y transfirieron muestras de sangre, pero los resultados no indicaron nada fuera de lo normal. Mis niveles hormonales eran perfectos para una mujer joven de mi edad, y no parecía haber ninguna razón para que no hubiera menstrual aún. A pesar de que mi anemia persistente podía ser un factor contribuyente, la doctora examinó el papeleo por encima de sus anteojos de media luna y nos dijo que no creía que la anemia fuera la causa principal.

Me remitió a varios especialistas en los departamentos de ginecología, hematología y endocrinología del hospital local, y todos sentíamos la certeza de que los expertos finalmente encontrarían la causa.

Los ultrasonidos revelaron que mis órganos reproductores tenían formas normales y estaban saludables. Mi único problema parecía ser mi carencia inexplicable de endometrio y la anemia siempre presente. Fui admitida en el hospital para ser observada y recibir transfusiones, con extracciones diarias de sangre para medir mis niveles crecientes y menguantes de distintas hormonas y el conteo de glóbulos rojos. Llegué a odiar el panorama del flebotomista rodando su carrito vampírico hacia la habitación, plagada de sueños medio olvidados de dedos con forma de agujas que se enterraban en mi piel, adentrándose en mi carne como si no fuese más que una naranja sanguina demasiado madura.

Entonces, una mañana, el carrito no se presentó.

Escuché a mi padre discutiendo con una de las enfermeras, y luego gritando. El llanto de mi madre acentuó el alboroto; sus sollozos agudos me sacaron a rastras de la cama a pesar del letargo que había estado padeciendo. Mientras la abrazaba y escuchaba a escondidas la conversación acalorada, se volvió claro que un incidente singular y perturbador era el causante de todo el distrés.

Por la noche, alguien había partido, machacado o doblado cada una de las agujas en el hospital.

Estaban registrando farmacias locales y clínicas en búsqueda de provisiones de emergencia hasta que un cargamento más grande pudiera ser transportado desde el distrito más cercano, pero todas las personas bajo tratamiento no urgente ya no eran una prioridad. Por ese día, los exámenes habían acabado, y nos íbamos a casa. Tuve que haberme sentido complacida por ser dada de alta. Pero, por alguna razón, me hizo sentir distintivamente intranquila.

Supongo que solo quería saber cómo se sentía para que pudiera comparar mis experiencias con las demás chicas. Después de mi onceavo cumpleaños, mi madre me había dado una bolsa tejida artísticamente, llena de tampones y toallas sanitarias, explicando los misterios de la biología femenina con una voz peculiarmente murmurante, como si le estuviese impartiendo sabiduría mística a una bruja novata. Desde ese día, la bolsa había permanecido en el fondo de mi cajón, nunca olvidada del todo.

Insertar el tampón fue difícil, pero al final pude hacerlo; su extensión colgante era lo único que traicionaba su presencia ligeramente incómoda. Esa noche, pasé recostada en la cama imaginando que era una joven común y corriente, imaginando que me iba a despertar y me encontraría con que mi período al fin había llegado. Que las manchas en mis sábanas no serían evidencia de una enfermedad misteriosa, sino más bien de un proceso biológico ordinario. Pero cuando desperté, algo mucho más inquietante había sucedido.

El tampón había desaparecido.

Encontré puntos de sangre en la cama, más de lo acostumbrado, y cortes esporádicos en mis muslos. Tras acudir a mi madre, le conté lo que había sucedido, y dos horas más tarde estábamos de vuelta en el consultorio de la doctora. Los dedos enguantados de la ginecóloga de cabello blanco estaban helados, y el metal del espéculo se sintió aún más frío a medida que lo insertaba gentilmente para examinarme.

—Hay rasguños y abrasiones menores a lo largo de las paredes vaginales —nos explicó mientras tiraba sus guantes de látex en el contenedor de basura—, los cuales son afines a un objeto filoso que pudo haber sido introducido.

Fui interrogada y reinterrogada. No, no me había metido nada allí abajo aparte de un tampón. No, no había estado experimentando con ningún chico. Me sentí acusada y traicionada. En vez de ser tratada como la víctima de un atentado desconocido y horripilante, todos estaban sugiriendo que era algún tipo de mentirosa; que los estaba privando de alguna parte vital de la verdad.

Cuando la policía llegó para interrogar a mi padre, finalmente había tenido suficiente. Les dije que me lo había hecho a mí misma por atención, que les había mentido a todos porque estaba tan celosa de que las otras chicas tuvieran sus períodos.

La mezcla de alivio, confusión y preocupación en el rostro de mi padre me hizo sentir incluso más diminuta. Pero, a pesar de que me creyeron y desistieron, las cosas no regresaron a la normalidad. Hasta donde me concernía, las cosas nunca regresarían a la normalidad; no hasta que descubriera quién, o qué, me había violado aquella noche.

Consecuentemente, descubrí que se me hacía muy difícil dormir. Cuando sí lo conseguía, era un reposo fragmentado y parcialmente consciente, como una madre primeriza y ansiosa con un recién nacido en su cama. Incluso los sonidos más ligeros remolcaban mi conciencia, y las luces de los carros penetraban mis párpados arenosos, forzándome a abrirlos. Una vez despierta, pasaba horas en mi habitación oscurecida apreciando, sobresaltada e intranquila, el pasar indolente de las horas crueles.

Y fue entonces cuando finalmente lo vi.

Delineado ante el resplandor amarillo del alumbrado público, a través de las cortinas, vi una figura. No era ningún hombre ordinario, pero reconocí instantáneamente que era uno: dos brazos, dos piernas y un torso, pero tan delgados que apenas estaban ahí. Más delgados que fósforos, más puntiagudos que alambre y más oscuros que cualquier otra cosa en la habitación. Se movió contra la luz de fondo, brazos cuales agujas extendidos hacia mí.

Quise gritar, echarme a correr, pero no pude hacer ninguno. El terror contuvo mi lengua y fijó a mis miembros en su sitio, mientras que mi mente rechazaba la realidad enfrente de mí.

Manos con menos dimensión que una hoja de papel se deslizaron bajo mis sábanas y se escurrieron a lo largo de mi piel, siendo tan insustanciales que apenas podía procesar su tacto insidioso. Cuando la tracería delicada de sus movimientos irrumpió en el pliegue de mi muslo, el conjuro hipnótico del miedo fue suspendido. Grité simultáneamente, tirando las sábanas y revoloteando con desesperación en búsqueda del interruptor de la lámpara de mesa.

A medida que la luz inundó mi habitación, el sujeto echó sus piernas hacia atrás, tan delgadas como una aguja, y dedos tan afilados como escalpelos que perforaron sin esfuerzo la piel y músculos de mi muslo. Por un momento, se quedó ahí parado, irreal, imposible, una figura negra de palitos sin cabeza, el trazo incompleto de un niño que fue traído a la vida.

Luego comenzó a temblar; su silueta puntiaguda se diseminaba con vibraciones visibles conforme un quejido horrible se atascaba en el aire de mi habitación. Supe, con una certeza terrible, que estaba molesto. Que incluso a pesar de que no tenía cabeza ni boca, necesitaba que yo sintiera su ira por haberlo descubierto. El chillido alienígena y metálico alcanzó un crescendo doloroso; su cuerpo de aguja se estremeció y se enmarañó como un relámpago. Ni siquiera me di cuenta de que yo estaba gritando hasta que la puerta de mi habitación se abrió de golpe y mi padre entró a tropezones, parpadeando adormilado, con una de las agujas de tejer omnipresentes de mi madre en su puño.

El ruido se detuvo como una implosión, tan súbitamente que mis oídos se taparon. La figura dio dos pasos hacia la esquina de la habitación; el movimiento fue tan tenso y fluido como un escarabajo de pesadilla patinando sobre agua. Ahí, se esfumó, mezclándose perfectamente con las líneas remarcadas en donde las paredes, el piso y el techo se entrelazaban.

A pesar de que esto sucedió hace meses, aún lo siento por todas partes.

En el bus al colegio, podría estar parado detrás de un poste de luz y yo nunca lo sabría. En las calles, quizá repta a través de las grietas en el concreto y luego se desliza por las paredes de los edificios; simplemente una línea negra más entre todos los ángulos finos de la arquitectura moderna.

Siempre que me ducho, imagino que está parado en la esquina del cubículo, con sus dos dimensiones e invisible ante las baldosas, queriendo sumergir sus dedos de aguja en mi piel blanda.

Y cuando siento uno de esos dolores agudos e inexplicables en mi brazo o en mi pierna, me pregunto si será él. ¿Me habrá agredido velozmente enterrando un dedo en mi piel… solo para recordarme que existe? ¿O sería un dolor ordinario, uno de esos fallos de los nervios que todos nuestros cuerpos biológicos imperfectos experimentan de vez en vez?

Recuerdo con frecuencia a la nube irregular y dolorosa de su ira, y sé que ahora que ha sido avistado una vez, nunca será lo suficientemente tonto como para ser visto de nuevo. Creo que probablemente pasó a encontrar nuevas víctimas; nueva piel a la cual invadir, nuevas chicas a las cuales violar.

A veces, cuando estoy parcialmente despierta durante las crueles horas cortas, aún me imagino que puedo sentir esos dedos delgados como alambre abriéndose camino a través de mi cérvix, raspando cuidadosamente las paredes de mi útero, recolectando el valioso endometrio a cambio de mi sangre.

Pero he tenido cada menstruación desde entonces. Bueno, hasta la última. Con la prueba de embarazo positiva en el escritorio a mi lado, lo único que puedo pensar es esto:

Dios, por favor, por favor que no sea su hijo.

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La traducción al español (y edición ligera) pertenece a esta página. Fue escrito en inglés por Cymoril_Melnibone:
https://reddit.com/r/HallowdineLibrary/

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