La cosa al final del pasillo

Nunca hubiera pensado que en un lugar como en el que trabajo (un centro de investigación) iba a toparme con eso, pero allí estaba, al final del pasillo. Justo enfrente de mí.

Tenía la idea de que tarde o temprano me iba a encontrar con algo similar, pero no esperaba que llegara a ser verdad, y menos tan pronto. Debí haberme dado cuenta cuando encontré ese libro, pero me pareció tan estúpido como ahora me parece todo el asunto.

No sé, nunca me pareció lógico ya que el doctor Gómez era un investigador serio, uno de los más productivos de todo el lugar; era en verdad estúpido que él tuviera en su posesión un libro de ese tipo, algo de magia negra. ¿Qué diablos hace un libro de magia negra en un laboratorio de investigación? ¡Absurdo!

Pero yo vi el libro en el escritorio del doctor. Ni siquiera lo estaba buscando a él, era a su asistente a quien yo buscaba, ya que ella había quedado de prestarme un reactivo que necesitaba. Cuando llegué me dijo que la esperara en el despacho del doctor porque estaba ocupada en algo más o menos privado. Le dije que volvería después pero ella insistió en que me quedara.

Al entrar en el despacho fue cuando lo vi. Era un libro muy antiguo a juzgar por el color de la cubierta; me llamó la atención enseguida, era como si el maldito libro me llamara. No tenía nada impreso en la portada. De hecho, cuando lo abrí, pude ver que no tenía nada impreso, estaba todo escrito a mano en unas hojas amarillentas y una tinta descolorida pero legible. No estaba escrito en ningún idioma que yo conociera, pero en la primera página tenía un rótulo en un lenguaje que sí entendí: «Vermis Misteries».

«¿Qué diablos es ‘El misterio de los gusanos’?», pensé. «Gómez ni siquiera trabaja con lombrices o vermicomposta, ni nada que se le parezca». Hasta donde yo sabía, hacía investigación sobre el efecto de ciertas drogas para prolongar la vida y juventud de las ratas.

Lo que me dejó sorprendido no fue el libro en sí, tampoco el hecho de que fuese sumamente antiguo, sino lo que el libro me hacía sentir. Lo primero que sentí fue una gran atracción hacia el libro, como si en él hubiera un secreto muy importante del que necesitara enterarme, y pronto. Pero en cuanto lo abrí me sentí lleno de repugnancia, con sólo ver las palabras escritas se me hacía que se trataba de algo malsano, repulsivo, ominoso. Algo por completo antinatural. Ni siquiera era capaz de leer las palabras, pero sólo de verlas escritas en ese libro me hacía sentir que había algo por completo incorrecto al respecto. Sentí ganas de quemarlo, pero opté por dejarlo tal y como lo había encontrado.

Finalmente me dieron el reactivo por el que había ido y me fui sin dejar de pensar en el libro.

—¿»Vermis Misteries»? —me preguntó Rolando cuando le hablé del libro—. Me suena, me suena. ¡Ah, sí! ¡Ya me acordé!, pero, ¿dónde me dijiste que lo leíste?

—¿Por qué? —repliqué—. De hecho, no lo leí, sólo lo vi.

—Pues es que ese libro no existe.

—¿Cómo que no existe? Apenas ayer lo vi.

—Pues ha de ser una imitación. Existen varias versiones del Necronomicón, pero ese libro tampoco existe, es una «leyenda». Lo inventó un escritor de terror, y pues, hubo quienes creyeron en su existencia hasta el grado de escribirlo.

Pero esto no era un libro comercial, era muy antiguo como para ser la invención de un escritor moderno. Le di la información a mi amigo y él agregó que los fanáticos de esas cosas hacían imitaciones muy buenas.

—Bueno, de todos modos, ¿de qué se supone que habla? —pregunté.

—No estoy muy seguro, creo que se trata de magia negra, algo así como la manera de resucitar muertos o cómo volver de la muerte y cosas por el estilo.

—Bueno Rolando, gracias por tu ayuda, nos vemos luego.

—Sale, nos vemos.

No me preocupé o traté de no preocuparme más por el asunto. Pero debí haberlo hecho completamente, aunque ni aun así hubiera podido evitar lo que finalmente ocurrió.

Las cosas comenzaron a suceder poco después de que viera el libro. El laboratorio en el que trabajo se encontraba cerca del laboratorio del doctor Gómez, así que en ocasiones me enteraba de lo que ocurría cuando alguien se ponía difícil. Nada que el doctor Gómez no fuera capaz de controlar.

Lo que escuché ese día no era una discusión con un estudiante problemático, me pareció que estaba gritándole a su asistente; pero no estaban peleando, al parecer estaban persiguiendo una rata que se había fugado.

—¡Me mordió, con una chingada!… ¡Agárrala! ¡Se está escapando!

Decidí salir a ayudarles pues me llevaba bien con ellos, pero cuando salí al pasillo y vi la rata a la que seguían, me detuve. Al parecer, era una rata común y corriente, de esas ratas blancas de laboratorio de no sé qué cepa. En un inicio quise seguirla, pero la rata me vio directamente a los ojos y cambié de parecer.

No puedo negarlo, tuve miedo. Ya que los ojos de esa rata no eran los ojos de un animal normal. Ni siquiera los ojos de un animal enfermo o enloquecido. No tenían ningún brillo. Eran los ojos de un animal muerto.

Pero el maldito bicho se movía como si estuviera vivo, así que cuando sus perseguidores salieron, tan poco acostumbrados a correr como estaban, no lograron darle caza.

—¿Eso qué era? —les pregunté.

—Sólo una rata.

No quise saber más.

Poco después fui a entregar un material que me prestaron, pero no estaba ni el doctor ni su asistente ni el técnico, así que le dije a uno de sus estudiantes que iba a dejarles el material con una nota en el despacho del doctor.

Cuando entré, allí estaba el libro, justo al lado de la bitácora del doctor.

Nuevamente me sentí atraído por el libro y pude darme cuenta de que alguien lo había estado leyendo, incluso tenía dentro un pedazo de papel para señalar una página. Pero no pude evitar echarle un ojo a la bitácora del doctor. Allí me enteré del incidente de la rata desde otro punto de vista. Habían estado dándole un tratamiento que no explicaba correctamente, algo raro en el doctor:

«Esa sustancia que el libro describe es capaz de hacerlo, la rata comenzó a moverse después de 24 horas. Me mordió cuando la estaba revisando y escapó. Debo tomar el tratamiento».

El día siguiente fue cuando noté algo raro en el doctor. Su piel lucía deteriorada, tenía las ojeras aún más marcadas que de costumbre y los ojos vidriosos. Cuando le pregunté si le ocurría algo, respondió con evasivas.

Ese mismo día, el doctor Gómez murió.

Ocurrió un par de horas después de que yo hablara con él. Escuché un grito proveniente del pasillo, y entendí que algo no marchaba bien por un rumor que comenzó a escucharse, seguido de un griterío. Todo se volvió un caos en cuestión de segundos, y cuando salí al pasillo, alguien me dijo que Gómez había muerto.

Vi su cadáver. No puedo decir que me haya espantado, pero lo que vi… no me resultó agradable. El cuerpo del doctor no era (o al menos no parecía) un cadáver reciente. Su piel estaba verdosa, su cabello se desprendía con facilidad de su cabeza y sus ojos parecían estar a punto de disolverse.

Su asistente insistió firmemente en que lo dejaran en el laboratorio antes de ser llevado a un hospital; solamente le hicieron caso cuando dijo que eso le había pedido el doctor, y nadie se opuso, pues al parecer nadie quería contradecir la voluntad de un difunto reciente.

El asunto se tornó muy penoso… penoso, vergonzoso y espantoso, porque cuando finalmente iban a retirar el cadáver del doctor, éste había desaparecido.

Su asistente tuvo muchos problemas ya que se le acusó de haberle hecho algo al cadáver. Después de todo, fue ella quien pidió que dejáramos solo al cadáver en el laboratorio. Por fortuna para su asistente, ella estuvo todo ese tiempo en un laboratorio contiguo, hecha un mar de lágrimas. Nadie pudo probar que robó el cadáver del doctor, especialmente porque hubo quienes se quedaron haciendo guardia frente a la puerta del laboratorio.

De la misma forma en que no se pudo demostrar que ella robó el cadáver, nadie tampoco fue capaz de encontrarlo por más que se le buscó; sólo quedaba un montón de mugre y un penetrante olor a putrefacción.

El centro completo tuvo problemas con la policía, la investigación duró meses sin obtener resultados. Sólo unos cuantos supimos cómo acabó todo, y espero que no vuelva a ser testigo de algo tan atroz.

Esa noche me quedé porque uno de los equipos estaba teniendo problemas y se me pagó para que me quedara a vigilarlo, así que estaba entrando y saliendo constantemente del laboratorio, y fue entonces cuando lo vi.

Algo avanzaba hacia mí desde el final del pasillo. A la distancia tenía un enorme parecido con el fallecido doctor Gómez, así que me acerqué a verlo. Pero me detuve por el pestilente olor a podrido que despedía. Por esta razón comencé a sentir miedo. Y por algún motivo, supe que a pesar de su gran parecido con el doctor, no era él.

—¿Ocurre algo? —le pregunté

La cosa que tenía delante de mí comenzó a agitarse y a farfullar algo sin sentido, hasta que finalmente entendí lo que decía, era la voz del doctor la que me dijo:

—No puedo… no puedo controlarlos… ¡Huye, antes que sea tarde! ¡Vete!

Me quedé parado allí sin entender qué ocurría cuando el ser que tenía enfrente se agitó y comenzó a reír, al principio despacio y muy por lo bajo, y después con fuerza hasta que su risa se tornó en carcajadas. No la risa de alguien feliz, sino la risa de alguien que había perdido la razón.

Soltando un alarido, me atacó. Me embistió con su hombro y me derribó.

Un espantoso detalle se me reveló en ese momento: el rostro de la cosa no estaba formada por una sola pieza, sino de varios fragmentos. «Gusanos» fue la primera palabra que me vino a la mente.

«¡Esta cosa me va a matar!», pensé, y comencé a moverme para alejarme.

—¿Podrían dejar de hacer tanto escándalo? —reclamó alguien que salió de un laboratorio cercano.

Su rostro cambió de pronto de la furia a la más pura expresión de terror. La puerta del laboratorio se cerró. Yo ya estaba de pie en ese momento, dispuesto a pelear. De pronto, escuché un disparo y observé cómo se formaba un agujero en el cuerpo de la cosa. En el otro extremo del pasillo, el vigilante apuntaba con su arma.

—¡Es mejor que te detengas! —gritó.

La cosa comenzó a reír, se dejó caer al suelo y se fragmentó en una miríada de gusanos. El vigilante le disparó, pero las balas eran inútiles contra la inmunda legión de gusanos que se arrastraba por el pasillo.

—¡Maldita sea! —clamó el vigilante y salió en busca de algo, me pareció que por más balas.

Yo regresé al laboratorio pues se me había ocurrido una idea.

Cuando salí al pasillo, la repugnante masa de gusanos había vuelto a unirse, pero aún no del todo, así que aproveché y le lancé un banco provocando que los gusanos volvieran a separarse. Sin detenerme, le vacié por completo la botella con alcohol que había sacado del laboratorio y le prendí fuego.

Entonces llegó el vigilante junto con otros dos.

—Usted lo vio, ¿verdad? —me preguntó.

—Sí —respondí—, y espero no volver a verlo.

—¡Dígales que es cierto!

—Pregúnteles usted —dije— de dónde salieron esos gusanos.

Uno de ellos tomó el extintor pero no se lo permití. No quería que uno solo de esos gusanos quedara vivo. Aunque se sentía un olor espantoso, no podía permitir que ninguno escapara.

Media hora después, levanté las cenizas y las enterré.

Nunca dije nada por más que el vigilante habló de lo que había visto esa noche. La asistente del doctor me contó que éste le había pedido ayuda para inocular a las ratas con algo, ella no sabía con qué, y que una de las ratas, a su parecer, había muerto, y un día después estaba moviéndose dentro de la jaula. Cuando el doctor la sacó para revisarla, la rata lo mordió y escapó.

Me dijo que no sabía nada acerca del libro, de hecho, no había vuelto a verlo.

Estoy preocupado por la desaparición del libro, pero hay algo que me tiene más inquieto: debo estar al pendiente de las ratas.

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