GUL

Hace ya algunos años que leíste las Mil y Una Noches, y no te fervió el miedo especialmente. En ellas, aparece una criatura de las peores que conozco, mas no con el toque siniestro que en verdad posee, y más que eso, sinó con una especie de resplandor inocente y moralizador. Aunque, a decir verdad -hace algo menos de tiempo de esto- hojeabas el Modelo de Pickman. Invadido por la curiosidad, solamente. Lo comprendo. A mí también me pica el gusanillo de entrever el débil muro que separa esta realidad de una realidad repleta de monstruos y las criaturas más bizarras imaginables. Grotesco, ¿cierto? No respondas. Lo que también es cierto es que un encuentro con esos demonios no está precisamente en tus planes, y tampoco lo está en tus proyectos, o en tus creencias. Quizás, sólo bajo una tenue Luna menguante, cuando te repelen las necesidades del mundo luminoso, deseas un hallazgo de esas magnitudes. Después reflexionas. «Qué gilipollez». ¿Entonces?

Ya sé, eres como yo. Soy… un lector apasionado. No soy un lector de «Best-sellers». Me siento algo más cercano al horror cósmico, a los mitos, a los abismos. Aún así, nunca creí en todas esas patrañas. Nunca creí que yo fuera aquel hombre del siglo XIX armado con un candil y contado valor escapando a un mal incontable, no. En realidad, soy del siglo XXI. Uso teléfono móvil, y coche. Pero tuve la muy mala suerte de toparme con algo que, sin duda, recordaría en tanto que leyese el amasijo de novelas que se amontonan ahora en mi biblioteca, de polvo y abandono. No quiero saber nada más de éstas, pútridas.

No me siento con valor todavía de aclarar las referencias literarias que hice en el comienzo. La verdad es que prefiero postergarlo. Por favor, no insistas en adelantar los acontecimientos. Eres un ser apresurado. Yo no estoy bien, todavía me tiembla la muñeca cuando pongo los dedos sobre este teclado inmenso que me engulle, pero siento la obligación para contigo, avezado viajero, de advertirte, de contarte, de estremecerte. Quizás te guste. ¿Quién dijo que Morgan no es hombre de letras? Lo lamento. Estoy exaltado, y en esto que busco refugio y consuelo en las palabras del maestro. Así, no hay peor horror que el horror del día a día. ¡Eso dímelo a mí! Pero hazlo… después de leer esta historia.

Atrévete a afirmar que jamás has sentido cómo, mientras conduces por un álamo que lleva a un bosque algo más denso y salvaje, en plena noche, el aire se vuelve más pesado. Es como si la condensación que se acumula en tus cristales, pues imagino que no eres tonto y en invierno cierras las ventanillas de tu coche mientras conduces, sobretodo bajo el foco de la metztli, estuviera arrastrando tu vehículo hacia el fondo de un barral, deteniéndote, hechizándote. Joder, no sé como expresarme. A veces desvarío inmensamente en lo que escribo. Pero mi objetivo es que llegue hasta ti esa sensación, de cansancio, de calma. Además, percibes cómo a los intermitentes de tu coche les pasa lo mismo, los percibes más apagados, soñando entreabiertos en una inquieta cuna.

Esa noche del 14 de febrero del año 2009 -ahora ya hace justamente 7,148082 años desde entonces- a mí me pasaba esto mismo. Ese frío aire pesado, taciturno, relajante. No sólo mis párpados se sentían temblando. Qué sueño. ¿Quién sería que me dio tanto sueño? Había dormido bien y tomado dos cafés americanos. Los focos delanteros del Renault se percibían rotos. No tardaron en apagarse tras algunos segundos de rápida intermitencia. Entonces bajé del coche, confuso. Como ya dije, pues no dejo de repetirme, sentía la noche extraña. Un aire invasor, y cargado de polillas. No sé qué demonios quise decir con eso. Pero puedes sentirlo, ¿verdad? Al mismo tiempo, el frío era intenso, muy intenso. La humedad me mojaba el traje en el oscuro noctámbulo. Ah, trabajo en una oficina. No en el telégrafo precisamente, pero sí soy uno de esos que se emboquillan un cigarro para calmar la sed. Es curioso, pero nunca fui fumador antes de incurrir en el mundo de las finanzas. Qué gracioso cliché, ¿verdad?

El caso es que no tenía ni idea de cómo arreglar las luces del coche. Así que intenté llamar al seguro: Asistencia en carretera 24h. Y una mierda. Cuando marqué el número, sólo pude oir un sonido blanco todo el tiempo. Tras de esto, un chasquido. Me cuelgan. Yo maldigo a todos los ángeles. Presa de la incertidumbre, y ya dije que soy el típico oficinista con los pulmones hechos un trapo, me encendí un Austin Blue (tabaco, para los profanos). Tras la primera calada, el aire aplastante y gélido desapareció por un momento. Eché mis vahos de alquitrán al mundo varias veces, paré a meditar. Supe que debía caminar ras de campo en dirección a la ciudad con el fin de hallar una finca, un conductor en detenimiento echando una meada, etc. Cualquier objeto, algo, persona, lo que fuere, que me pudiera ayudar a recibir asistencia y proseguir mi trayecto con las luces adecuadas.

No iba fumando en lo que andaba, ya que había agotado la última cajetilla en aquel arrebato por alejar mi leve resquemor, así que la atmósfera insólita, con un porte inclusive algo tétrico y toques de historias del trasmundo en vegas desterradas, retornó y me dio en los dientes. A medida que me alejaba de mi Renault de segunda mano tiritaba con más persistencia, y se aguzaba mi percepción de que algo no iba bien. Siempre he sido un temerario, más de este modo, ignoré cualquier sensación extraña y poco deseable, y me encabecé en regresar con ayuda y seguir mi camino con la debida iluminación. Ya, en un momento dado, el coche quedaba a gran distancia como para verlo a través de la bruma. Ah, la bruma. He olvidado mencionar que antes de este preciso rato no había excesiva bruma. Ahora era cegadora, repleta de grumos, el mal hálito. No me hacía ninguna gracia, pues anduve a ciegas por un largo trecho, y mis malos presentimientos se enardecían con ruidos y pastas de visiones lejanas entre las coníferas de los llanos. Las montañas, a lo lejos, eran como una gran mancha negra, contorneada con un cielo azul oscuro, como un tapiz de óleos podridos y de colores desagradables para la vista, pero cubiertos de sosiego y templanza.

Entonces vi un caminejo de tierra, y ras de éste un candelabro encendido, en un muro gris, asediado por gruesas enredaderas. «¿Cómo ahí esa luz?» Me dije extrañado. Sabía que debía continuar mi recorrido por la lóbrega calzada de aromas de lodaza. Aún así, me parecía muy atractiva la idea de visitar el tramo iluminado que llevaba a ninguna parte, pues ningun hogar o finca, o masía, o albergue, se escondía a la larga de la tenue lumbre anticuada.

Fijé mis pasos en ella, en la lumbre de brillante ocre sangriento, ese color tan acogedor, que sólo había visto en pequeñas fogatas y lámparas de noche. Cuando llegué al susodicho muro, divisé una apertura de piedras quebradas disfrazada de puerta herrumbrosa. «Camposanto José Rodríguez del Pilar». Hmmm… ¿Cómo un camposanto tan alejado de la ciudad? En España, no es común encontrar cementerios agrestes en la densa floresta. Es bastante más usual visitar cementerios habitados por monjes antipáticos, frecuentados por pañuelos húmedos, y repletos de complejas esculturas, y panteones carísimos, suelos de pequeñas losas brillantes, y grandes paredes a escala de reyes. Sin embargo, yo, que me pierdo con Ambrose Bierce, adoré siempre estos cementerios repletos de hierba, de cuervos heraldos, humildes lápidas gastadas, estremecedores epitafios, y corredores de leyendas, pero jamás los conocí. Soy un ser de ciudad.

Recogí de aquella pared raída el candelabro y lo utilicé para alumbrar mi recorrido por el cementerio. No me preguntes, profano, porqué lo hice. No lo sé. En un principio, estaba disfrutando como un niño en una tienda de golosinas. Leía los epitafios con atención, palpaba las tierras sepulcrales y hablaba con los difuntos como un puto loco, aunque todo me parecía un juego de adolescentes descubriendo su orientación filosófica al borde de lo establecido.

Sin embargo, había olvidado el aire pesado, tan mal presagio, que volvió y me golpeó con fuerza. Oí escarbar, un sonido aterrador de allá por una prominente efigie de piedra, de un ángel en un crecido proceso de desprendimiento, rodeada por hojas verdes y pálidas.

Eché el candelabro hacia adelante, con el fin de ver de qué se trataba el ruido. Como he dicho, nunca creí en fantasmas, pese a mi afición a la lectura de narrativa terrorífica y a fingir creer en ritos e invocas distantes del sueño.

Di sólo unos pasos, aquel sonido debía de tener una explicación lógica. Algún ave carroñera arañando el suelo, tal vez. Dejé de escuchar socavar, mas el sonido fue sustituido por algo, si cabe, mucho más aterrador, ahí en la bruma de vapores helados y podridos. Se trataba de una sucesión de chasquidos elásticos y viscosos, algo así como un instrumento de cuerda en una afinación imposible y estridente. Di dos pasos más. Estos fueron más que suficientes.

No recuerdo cómo me sentí cuando vi desvestidos unos pies de aspecto pútrido torcidos sobre el cieno seco de un hoyo muy profundo. El cuerpo encorvado, los brazos largos como tenazas gigantescas, y la cara con una forma canina, alargada y engullendo. Se trataba de un ser encogido y en cuclillas -me recordó a un feto hórrido en posición defensiva, con las cortas pero robustas piernas dobladas sobre sus pies gigantescos. Sus brazos ostentaban garras afiladas y cubiertas de tinte escarlata. Su espalda, tan abultada, de ella pendía un cráneo maltrecho por un cuello repleto de abruptos nódulos supurando légamo purulento. Su cabeza, ésta se torcía en vertiginosas contracciones y se parecía a una jodida cabeza de perro deforme y putrefacta. La criatura lucía unos ojos blancos y pequeños, inyectados en vasos infectos de un rojo intenso, una nariz achaflanada pero de anchas fosas, y una gran boca repleta de sangre espesa como barro de tonos granate y óxido, y abierta hasta los oídos escarpados; sus dientes, enormes, amarillos, podridos y manchados de aquella misma sangre pestilente. Sus espectrales y violentos… estaban perdidos, o bien centrados en ningún lado. De vez en cuando detenía aquello que estaba haciendo para volver la vista hacia las estrellas y sacar la lengua en zumbidos demoníacos, agitando las manos lánguidas a los lados.

En cuanto caí en la cuenta, no sólo del ser en sí, sinó de qué estaba haciendo, caí al suelo, petrificado. Aquella cosa desnuda, cuyas carnes parecían muy enfermas, pues caían y se regurgitaban en violentos jirones, había desenterrado a un pobre anciano difunto en la oscuridad del crepúsculo, y había comenzado a devorar su cadáver con codicia infinita. El cadáver, desdichado, profanado de la peor manera posible, era reciente, pero dejaba notar de sí una evidente descomposición. Su piel era grisácea, y sus carnes; muy apagadas, de sangre caduca.

No puedo intentar recordar la imagen del necrófago, no puedo intentar olvidarlo. Pero lo peor no concluye aquí. Tras caer sobre un minúsculo terraplén vagamente husmeado, paralizado hasta las tabas, emulé una arcada, más por espanto y ansiedad que por asco del fallecido. Para mi desgracia, aquel sonido fue suficiente para alarmar al animal nefasto. Lentamente, giró su cara detestable hacia mí. Ya recuerdo dejar caer algunas lágrimas por entonces. Yo decía que no con la cabeza mientras sollozaba en silencio, como rogando al devorador que no me hiciera daño, mientras experimentaba un absoluto arrepentimiento por haberme aventurado con desdén de los mitos al reposo oxidado de aquella necrópolis.

Fueron instantes borrosos, me levanté mientras la criatura, veloz y en ande ligero, aunque era enorme, inmensa, se abalanzaba en mi dirección, sin mutar aquella expresión neutral del monstruo que sólo vive para comer. Supe, era consciente de que, si no despertaba de mi trance y corría como nunca lo había hecho, experimentaría la peor y más sangrienta de las muertes.

Mis pisadas, tan veloces como no puedo inclusive ahora imaginar, recuerdo cómo sonaban sobre el césped y la grava mientras los quejidos famélicos y jadeos del humanoide prácticamente me alcanzaban. Deseé no haber fumado jamás. Un zarpazo en la espalda. Dos uñas horribles, muy afiladas, me fueron hincadas en la espalda. Sentí muchísimo dolor, y mi piel desgarrada. Aullé sin detenerme. Procuré no tropezar con ninguna mata y llegar a la calzada. ¿A dónde iba? Ni idea. Sólo quería alejarme de ahí, volver al coche y pisar el acelerador sin mirar atrás.

Creo que jamás antes de aquello tuve tanta, tanta, tanta suerte, pues crucé más que raudo el camino y un Seat Leon lo hizo justo después de mí. Oí un estrépito y un gemido patético.

Ahí yacía inmóvil el devorador de muertos y perseguidor de hombres. El conductor del Seat tenía los ojos abiertos como platos, obviamente no podía creer lo que veía tieso sobre el parabrisas. Un millar de gracias le di sólo con la mirada, presa yo de un sudor humeante y espasmos en cada centímetro de mi cuerpo, mas no me vio el agradecimiento. Creo que todavía no entendía qué demonios había pasado. De sus labios, abiertos modestamente, brotaba convulsa una entremezcla gráfica de horror, incertidumbre, desconfianza. No puedo siquiera acercarme, como de primera mano ves, a una descripción acertada de aquella catarsis total. El extraño bajó del vehículo echándose las manos a la cabeza. Nadie dijo nada, el aire, que seguía igual, el cuerpo desnudo y sangriento de mi perseguidor, lo dijeron todo.

Para mi sorpresa, sus piernas deformes comenzaron a moverse en letargo soñado. Respiraba de nuevo. Estaba despertando.

-¡Sube al coche!- el desconocido permanecía en choque. No respondía. Todavía no había pronunciado vocablo alguno. -¡Que subas al coche! ¡Vamos!- Lo arrastré tras de mí. Yo tomé el volante, pues ya visto lo visto, me mostraba más lúcido. Tampoco, si es lo que deseas saber, sé por ahora cuántas e iracundas, y merecidas veces pasé por encima de la bestia mordaz con aquel mono-volumen. Una, y dos, y tres, y cuatro. ¡MUERE, HIJO DE PUTA! ¡Dios! Me sentí vivo porfín. Aunque ahora, ahora que he recuperado el aliento, después de muchos años, vivo con miedo, todos los días, todas las noches. Él está ahí, lo percibo. Puedo ver sus zarpas arañando mi ventana cuando llueve. Nunca se va a ir. Él era inmortal, no sé porqué, pero estoy seguro de eso.

Más aún se abultó esta creencia tras descubrir, habiéndome hartado de información sobre el tema y comparado descreídos testimonios muy similares al mío, que se trataba de la misma criatura que alguna vez vi mencionar en el Modelo de Pickman, inocua bestia no muy aterradora en las Mil y Una Noches, en cientas de historias que siempre había desautorizado y burladome de ellas.

Aquel ser proviene de la mitología árabe, olvidada por muchos. Mora los rincones más oscuros de nuestro mundo, tales como desiertos, bosques, cuevas o fangosas grutas en la vastedad de las noches de invierno. Aún así, su lugar predilecto son los cementerios. En ellos, busca a personas que hayan sido enterradas recientemente, preferentemente niños, y se alimenta de sus cuerpos aún no resecos del todo. También se sirve de los insensatos que coinciden con él en estos parajes tan poco transitados, brindándoles una muerte lenta y horrible. Algunas tribus de necromantes, y demás practicantes de artes prohibidas, lo veneraban en la antigüedad, como a una deidad maligna que venía para servirse de la carne inerte de sus fallecidos sin que el Sol la molestase.

Lo llaman Gul, el demonio necrófago.

La leyenda proviene de la mitología árabe. La historia es de mi autoría

Leandro Vera Farr

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