La isla no estaba desierta

-Maldición Juan, rema más rápido, aun puedo verlos.-

Pero Juan no podía remar más rápido. Había perdido mucha sangre y se encontraba demasiado débil.

Habían llegado a la isla hacía poco más de una semana, junto con otros 13 sobrevivientes del naufragio del «Esmeralda», un navío portugués con capacidad para 250 personas, de las cuales solo 16 habían logrado llegar a la isla sanos salvos. Durante los 2 días siguientes además de recipientes con combustible y algunas provisiones, varios cuerpos aparecieron en la playa semi desnudos e incompletos, víctimas de los cardúmenes que abundaban en la zona, por lo que, para evitar un posible brote de alguna peste, decidieron enterrarlos en la arena.

No tenían idea de cuanto tiempo estarían encallados, de modo que se organizaron para construir refugios y una gran hoguera que encenderían en cuanto vieran alguna nave en las inmediaciones. Construyeron también un enorme S.O.S. que permanecería encendido todas las noches; debían agotar todas las posibilidades si querían salir de aquella isla con vida.

Para el cuarto día los alimentos comenzaban a escasear y Carlos, quien había asumido el liderazgo desde que comenzó la evacuación de la nave; junto con otros 8, salieron en busca de provisiones. Juan, al ser uno de los más diestros en carpintería, se quedó junto con su esposa y las demás sobrevivientes a terminar los refugios. Habían emplazado una empalizada y detrás de ella habían colocado los recipientes con combustible, comprimidos de tal forma que al ser encendidos generaran una explosión e incendiaran todo alrededor.

Las horas pasaban y los exploradores no volvían, y fue a eso de las 6 de la tarde, cuando finalmente se confirmó la tragedia: Carlos corría frenéticamente perseguido por una horda de al menos 40 individuos, armados con lanzas y oxidados machetes. Corría gritando por ayuda y le faltaban menos de 100 metros para llegar al refugio cuando cayó fulminado, con su pecho perforado por una jabalina. Al instante todos se abalanzaron hacia el y desapareció en cuestión de segundos, mientras los salvajes celebraban cantando y repartiendo equitativamente lo que quedaba del pobre desgraciado.

Juan hizo señas a las mujeres para que se ocultasen, y con gran determinación tomó la línea de detonación para los improvisados explosivos, preparado para lo peor, pero en ese instante fueron descubiertos por la horda, que se abalanzó a toda marcha contra los sobrevivientes restantes. Con toda esperanza perdida, Juan activó los detonadores y un gran resplandor iluminó la zona. Muchas siluetas chillaban y corrían hacia el agua, tropezando con los restos de los otros infelices que no habían corrido con tanta suerte. Aprovechando la confusión del momento tomó a su esposa de la mano y corrieron a toda prisa en dirección contraria al tumulto, las demás chicas les siguieron, pero una de ellas tropezó y fue alcanzada por los salvajes restantes, los cuales encontraron una diversión distinta a la que tuvieron con los restos de Carlos.

Se adentraron en la selva, tratando de huir o al menos esconderse, pero poco podían hacer en un lugar al que apenas habían llegado, contra gente que estaba armada y seguramente conocía la zona como la palma de su mano.

Unas horas después de estar huyendo, se ocultaron bajo unas ramas, muy cerca de un río, y luego de un rato, cayeron rendidos por el cansancio.

Los ruidos de unas voces alertaron a María; despertó con cuidado a su esposo y este, tomando un pesado leño se puso en guardia. El sonido de las aves acompañaban las primeras luces del amanecer, y aunque aún estaba oscuro, pudieron observar a 4 individuos armados que vigilaban la zona a bordo de una canoa. El pánico se apoderó de una de las sobrevivientes, quien echó a correr en dirección contraria, siendo descubierta casi al instante por la patrulla que comenzó la persecución y no tardó mucho en alcanzarla.

Aprovechando el no intencionado sacrificio, Juan y María corrieron hacia la canoa para intentar robarla. Para cuando el salvaje que custodiaba la canoa cayó en cuenta de lo que ocurría ya era demasiado tarde y se precipitaba inconsciente hacia el fondo del río víctima del impacto del madero que cargaba Juan. El sonido del chapotazo alertó a los demás, obligándolos a correr en dirección a la canoa para tratar de detenerlos. Uno de los salvajes tomó la canoa por un extremo e intentó volcarla pero María lo impactó en el hombro con un oxidado machete, haciéndole retroceder inmediatamente hacia la orilla con el arma aún incrustada en su cuerpo. Juan luchaba ferozmente contra otro de los salvajes, que había clavado un puñal en una de sus piernas e intentaba ahogarle. María, al ver en problemas a su amado comenzó a defenderlo con el remo, asestándo un certero golpe en la nariz del salvaje, hundiendo lo que quedaba del destrozado remo en el rostro del atacante y observando con temor como se perdía dentro de las turbias aguas.

Mientras la canoa avanzaba lentamente a través del río, los dos salvajes restantes corrían por la orilla, y se adelantaban para cortarles el paso en la siguiente vuelta, donde el río era más estrecho y gracias al talud del lado derecho, las posibilidades de escape iban a ser menores. Uno de ellos avanzaba con mucha dificultad sosteniendo su brazo, tratando de cerrar el profundo corte en su hombro, sosteniéndolo en realidad para que no terminara de desprenderse.

Casi llegaban a la vuelta, y los salvajes ingresaron a las aguas empuñando los oxidados machetes, dispuestos a terminar la tarea. Juan empuñó el remo dispuesto a defenderse, o al menos tratar de vender cara su piel; trataría de golpear primero al herido y luego vería como se ocupaba del otro. Escasos metros los separaban cuando los alaridos del herido hicieron a todos voltear en su dirección: Atraído por la sangre, un cocodrilo le mecía como si fuese un juguete, y luego de un par de violentas sacudidas, el infeliz cayó en la orilla sin una de sus piernas. El otro salvaje corrió hacia su compañero a tratar de auxiliarlo, pero el daño recibido, sumado a la cantidad de sangre que había perdido por el corte, fueron demasiado para el salvaje, que yacía ahora boca abajo en la fangosa margen del río.

Una vez devorada la pierna, el cocodrilo se dirigió hacia el resto del cuerpo para terminar su cena, pero fue alejado de inmediato por el filo del machete del salvaje sobreviviente, y con la Ley del Talión aplicada, el reptil se perdió de nuevo en el río dejando atrás una de sus patas.

Con sus últimas fuerzas Juan levantó el remo y golpeó la sien de su perseguidor mientras se encontraba aún desprevenido, destrozando el remo y clavando el filo resultante en el cuello de Itszu, el último de los salvajes. De haberlo planeado no hubiera sido tan perfecto. Se sentó junto a su esposa y abrazados dejaron que la corriente los guiara…

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