Pasos en el Jardín

La nada modesta casona de dos pisos que pertenecía a la familia Grimmour  ubicada al final de la calle Sheppard había estado en venta por más tiempo del que cualquier vecino pudiera recordar. Basta con decir que cuando la casa se puso en venta, «Manchas», el perro de la señora Wells era apenas un cachorrito juguetón de grandes ojos vivaces y alegres, de pequeñas orejas marrones  que caían hacia adelante y manchas café de todas las formas y tamaños que le cubrían el cuerpo y sus pequeñas patas.
Al tiempo que corre, el cuerpo de un anciano y mugroso perro que una vez fue Manchas reposaba bajo tierra en el Jardín trasero de la anciana Wells siendo devorado paulatinamente por gusanos y lombrices.
La casa seguía sin venderse.
Por fuera no parecía un mal lugar para vivir. Un amplio jardín, una espaciosa cochera y varias habitaciones en ambos pisos. Todo bajo un tejado a dos aguas del cual salía la boca de una chimenea de ladrillos.
Pero por dentro, la historia era distinta… muy distinta.
La historia que cuentan los niños de la calle Sheppard entre risas tontas y pequeños sustos dice que  una vez, hace casi quince años, en una noche gris cuando la tormenta desgarraba el cielo con incandescentes puñaladas, un hombre escapó del sanatorio San José para enfermos mentales.
La historia cuenta que se movió por los jardines de las casas hasta llegar al gran patio de la familia Grimmour donde descubrió la puerta sin llave.
La señora Grimmour creyó escuchar pasos en el jardín de atrás pero terminó ignorándolos ante la ferviente insistencia de su marido. Grave error.
El hombre llegó hasta la habitación de los niños en el segundo piso y sin esfuerzo les rompió el cuello con frialdad como quién rompe un lápiz entre sus dedos.
El sonido de jóvenes e inocentes huesos quebrándose fue opacado por un gran trueno cuyo resplandor se coló por la ventana de la habitación y alcanzó a iluminar por un instante la silueta de un hombre corpulento retorciendo el frágil cuello de Lucy,  la hija menor de los Grimmour.
Sus cabellos dorados le cubrían el rostro sin vida.
Su pequeño hermano no tuvo un destino diferente.
La señora Grimmour, vestida con un camisón e incontables ruleros en el cabello, en ese momento subía por la rechinante y vieja escalera de madera que llevaba al segundo piso donde había un baño, una pequeña sala y un par más de habitaciones.
Arrastraba las pantuflas por el piso de madera con el andar somnoliento de un zombie.
La habitación de los pequeños era la primera ubicada a la derecha de la escalera y la puerta estaba cerrada. Ella juraba que la había dejado abierta pues a los niños les daban mucho miedo las noches de tormenta y la luz amarillenta del pasillo les proporcionaba tranquilidad.
Algo en su interior, en lo más profundo de su ser, le gritaba sin voz que no abriera la puerta, que sus hijos estaban muertos y que ella tenía que salir de inmediato de la casa si no quería sufrir una muerte horrible.
Por supuesto que no hizo caso.
Quizás el estruendo de la tormenta no le permitía escuchar el macabro mensaje que le gritaban sus entrañas.
Giró la brillante perilla de la puerta y penetró en el cuarto sumido en la oscuridad.
Allí estaban sus hijos dormidos en sus camas y por un segundo se sintió aliviada del, hasta ahora, injustificado miedo de inmundas garras que arañaban su espalda.
Se produjo un resplandor y la luz blanca iluminó nuevamente la habitación de los pequeños.
El relámpago se reflejó en sus ojos inertes y sin vida y la sensación de terror mas horrible e indescriptible para quién no la ha sentido subió por el cuerpo de la señora Grimmour como una descarga  eléctrica.
Pero nada tuvo tiempo de hacer pues a sus espaldas, en los segundos que duró el resplandor, se vió un hombre corpulento y algo jorobado que apretaba entre sus manos el extremo de una percha de ropa partida y de la cual salía un puntiagudo trozo de plástico que en pocos segundos se incrustaría profundamente en la garganta de la señora Grimmour.
La mujer soltó un grito ahogado entre borbotones de sangre que alcanzó a llegar a oídos de su marido.
El asesino empujó con rabia el trozo de plástico y lo retorció con fuerza y Marilyn Grimmour dejó de existir.
El señor Grimmour subió a toda velocidad por la escalera, pero cuando llegó al final de esta no escuchó absolutamente más nada.
-¿Marilyn?- Llamó sin obtener respuesta.
Lentamente continuó caminando hasta la primera habitación a la derecha de la escalera.
-¡Marilyn maldita sea!- Maldijo golpeando la pared.
En ese instante la luz amarillenta del pasillo se apagó. Quizás un corte de luz por la tormenta pero evidentemente  no era el mejor momento para que se fuera la electricidad.
Totalmente a oscuras sintió miedo, pero su orgullo no le permitió volver a la cama y entró en la habitación en penumbras.
La luz que entraba de la calle le permitió distinguir una silueta de pié frente a él.
-Marilyn, volvamos a la cama, es tarde y mañana tengo que ir a la oficina.- Se quejó y nuevamente no hubo respuesta.
Pero de pronto, el señor Grimmour sintió bajo sus piés descalzos una especie de líquido.
Tibio y muy viscoso para ser agua.
El avejentado corazón del señor Grimmour dio un vuelco cuando sus pies chapotearon en un pequeño charco de aquella viscosidad.
Al mismo instante, la amarillenta luz del pasillo parpadeó dos veces y la electricidad volvió.
A sus pies se hallaba Marylin Grimmour desangrándose sobre el suelo de madera y sus hijos muertos en sus camas.
Eso fue lo último que vio el señor Grimmour…Literalmente.
La figura frente a el,  un hombre vestido con un pijama blanco (De esos que usan los enfermos en los hospitales) estiró las enormes manos hasta atrapar su cara y le enterró las puntiagudas uñas amarillas de los pulgares en los ojos.
Los globos oculares se le hundieron hasta el fondo de las órbitas y el señor Grimmour profirió un alarido desgarrador que fue ahogado por otro trueno.
El hombre del pijama, con sus pulgares aún enterrados en sus ojos, llevó a Grimmour hasta el borde de la escalera y lo empujó hacia el oscuro vacío.
Aún aullando de dolor el señor Grimmour rodó por la escalera violentamente rompiéndose los huesos hasta que finalmente su cráneo golpeó el suelo con un ruido sordo y se abrió como una calabaza.

Y aquí viene la parte que logra más escalofríos entre los niños de la calle Sheppard…

Esa misma noche, el asesino estaba trasladando los cuerpos al sótano de la casa donde más tarde serían objeto de cualquiera de las perversiones que pudieran cruzarse por la mente del psicópata.
Uno por uno arrojó los cuerpos  dentro de la oscura bodega y saliendo de ella, cerró la puerta a sus espaldas.
Pero  mientras se alejaba, escuchó trés débiles y tímidos golpes en la madera de la puerta. Seguramente era uno de los niños.
Imposible…. El estaba seguro de haberles retorcido el cuello como si fueran un par de gallinas.
-No importa.- Se dijo a sí mismo. Ni bien abriera la puerta le rompería el cuello nuevamente a quien estuviera del otro lado ¡Y le arrancaría la cabeza! ¡Sí! ¡Eso es! ¡Le arrancaría la cabeza del cuerpo y se comería sus ojos!
Deleitándose ante el placer que le produjo ese pensamiento, avanzó hasta la puerta del sótano y esperó con la mano en la perilla.
Pasaron unos segundos hasta que nuevamente lo escucho.
«Toc toc toc.»
Un tímido llamado en la puerta.
Giró la perilla rápidamente con su mano de uñas amarillentas y la luz de la sala iluminó toda la escalera del sótano.
Y allí no había nadie…
Bajó apenas dos escalones y esperó.
Reinaba el más absoluto y sepulcral silencio, ni siquiera podía oír la explosión de los truenos que sacudían la tierra.
Pero cuando estaba por irse, sintió dos pequeñas y frágiles manos en su espalda.
Eran mas livianas que el aire, mas suaves que el algodón pero aún así él podía sentir esas manos en su cuerpo que lo empujaron con una fuerza sobrehumana.
El asesino cayó por la escalera con un grito y quebrándose varios huesos de la misma forma que el señor Grimmour.
Al llegar al final de la escalera, aterrizó con la cara sobre un viejo y oxidado rastrillo.
Sus pómulos, sus labios y su cráneo se hundieron entre los picos provocándole la muerte al instante.
Habiendo todos los Grimmour siendo asesinados de la manera más fría y cruel que a alguien se le hubiera ocurrido alguna vez… ¿Quién era el dueño o dueña de aquellas tiernas y pequeñas manos que empujaron al corpulento asesino por la escalera?
Los niños de la calle Sheppard se divierten, con las caras pálidas y rebosantes de terror de aquellos quienes saben la respuesta pero no se atreven a decirla.

_______

Sara Trebold no creía en aparecidos, fantasmas ni en casas embrujadas. Mucho menos en  las ridículas historias que pudieran contar los niños o incluso las pomposas señoras que hay en todos los vecindarios a quienes les gusta meter sus arrugadas narices en asuntos ajenos.
Fue por esto (y por el indecentemente bajo precio de la gran casa de los Grimmour) que Sara la compró y ahora mismo se dirigía a ella en su coche para terminar de desempaquetar docenas de cajas de todos los tamaños posibles.
Los hombres de la mudanza se negaron a ayudarla sin importar cuánto dinero les ofreciera. Estaban muy apresurados por abandonar la casa lo más pronto que pudieran.
Sus rubios cabellos formaban olas doradas en el viento en aquél fresco día de primavera donde todo comenzó.
Dobló hacia la izquierda por «Le Fontaine» y luego por otra calle cuyo nombre estaba pintarrajeado con graffitis dejándolo ilegible.
Luego de esa calle tenía que doblar hacia la derecha y entraría en la calle Sheppard que no tenía salida y encontraba su final justo donde empezaba un sitio baldío.
Las casas vecinas parecían muy pintorescas con el pasto de sus jardines regados que brillaban a la luz del sol como un cofre de esmeraldas.
No se veía una sola cara larga en todo el barrio y las personas por la calle se saludaban entre sí amigablemente.
Era el sitio ideal para un nuevo comienzo.
La vida de la joven Sara había sido algo difícil hasta entonces.
Su madre murió antes de su décimo cumpleaños por lo que quedó a merced de los continuos maltratos y abusos de su padre, un intento fallido de abogado, alcohólico y mano larga.
Pero ahora Sara había quedado muy lejos de esa vida y tenía un trabajo estable y el suficiente dinero ahorrado para comprarse una casa propia. No muy grande, pero suya al fin.
Imagínese usted la felicidad que inundó a la joven cuando el agente de la inmobiliaria le notificó el precio de la que a Sara le pareció una bella y espaciosa casa.
En ese momento, en la calle Sheppard los niños se divertían sacudiendo las ramas de  un viejo roble para hacer bajar a un gato negro que había quedado atrapado.
Otros hacían carreras de bicicletas o cazaban insectos y los metían en una caja de plástico como sacrificio para «La Gran Madre», una gran y peluda araña perteneciente a un niño vecino de Sara a la cual los demás habían nombrado «Mascota de la calle»… Cosas de niños, en fin.
La casa de los Grimmour, ahora perteneciente a Sara, se hallaba justo al final de la calle en la acera izquierda.
Altas y oxidadas rejas negras protejían el frente de la propiedad pero eso no evitaba que de vez en cuando los niños se colaran dentro de ella para pasar la noche en «La casa de la masacre» acorde a infantiles apuestas.
Las demás viviendas de la calle estaban muy bien cuidadas en comparación a la casona de los Grimmour.
El pasto cortado, envidiables flores en el jardín, paredes bien pintadas y risas vivaces de sus ocupantes.
En cambio, la nueva casa de Sara tenía el pasto desprolijamente largo y los canteros y macetas vacías. Tal vez con insectos muertos en su interior.
Hacía mucho tiempo que la casa no recibía una mano de pintura y lo único que conseguía proyectar sobre los demás  vecinos eran amargos escalofríos.
En efecto, esa casa destacaba entre todas las demás de la calle pero como una indecorosa mancha sangrienta en el paisaje. Una mancha que pronto se humedecería nuevamente.
Sara aparcó su coche en la entrada y  luego de apagar el motor y bajarse del coche, se quedó contemplando la sombría casona que se erguía frente a ella.
Tendría que llamar a un jardinero para encargarse del pasto y las malas hierbas… y a un pintor para que le diera una buena mano de pintura a la casa…
Estaba sumida en sus pensamientos cuando una pelota le golpeó la espalda.
-¡Hey, niños tengan cuidado!-Protestó Sara al tiempo que uno de ellos de grandes lentes se aproximaba hacia ella.
-Lo siento, fue mi culpa.- dijo –
Su nombre era Jerry Stein, los demás niños acostumbraban a pagarle con tarjetas o canicas a cambio de una buena historia. Hay que agregar que Jerry conocía un sin fin de historias y sobre todo  las que se referían a la nueva casa de Sara (Y a veces añadía detalles más escabrosos) por lo que tenía ya varios frascos llenos de canicas y cajas de zapatos con tarjetas.
-Me llamo Jerry.- Se presentó
Así que… Te mudaste a la casa de la masacre. ¿Sabes que está embrujada verdad?
-Tonterías. – Replicó Sara.- Se que una vez ocurrió una tragedia en este lugar, pero fue hace mucho tiempo y no existe tal cosa como los fantasmas o las casas embrujadas.
-Lo que digas…-Dijo Jerry Por lo bajo- Solo házte un favor… y no abras la puerta del sótano.
Sara siguió contemplando la ventana del segundo piso por unos instantes.
-¿Por qué?- Preguntó luego, pero el niño ya había desaparecido junto con la pelota.

Los siguientes días transcurrieron sin ningún hecho destacable.
Sara hizo limpiar el jardín y terminó de desempacar las cajas de la mudanza.
A la semana siguiente vendría un pintor a encargarse de la lúgubre fachada de su nuevo hogar.
Pero ese día, Sara recordó las palabras de Jerry sobre el sótano, la única habitación de toda la casa que aún no había revisado.
Es más, cuando la inmobiliaria le mostró la casa… No recordaba que le hubieran dado un recorrido por el sótano.
Entonces, sin nada mejor que hacer y reuniendo valor, se aproximó hasta la puerta del sótano y giró lentamente  la perilla.
Dudó un instante pero repitiéndose a si misma que a sus veintitrés años ya era bastante mayor para creer en fantasmas… Abrió la puerta.
Fue como abrir el pasadizo secreto hacia un gran y oscuro abismo que parecía encontrar fin solo en la profundidad de las tinieblas o quizás en el reino de las sombras.
Tanteando la pared encontró el interruptor de luz y esta se encendió con un «click!»
El interior del sótano estaba completamente vacío.
En todas las verdosas paredes había una que otra mancha de humedad y el techo se había agrietado en una esquina pero ni rastros de algo sobrenatural o terrorífico.
Por un momento se sintió ridícula y cerrando la puerta del sótano trás de sí se dirigió hacia la habitación. De verdad necesitaba dormir.
Pero al quedar la sala desolada y en penumbras, la perilla de la puerta del sótano giró levemente y se abrió con un rechinido.
Así transcurrieron un par de noches más en las que Sara se sentía orgullosa de si misma por haber desmentido, al menos para ella, todas las ridículas historias respecto a la casa.
Pero una extraña noche después de las doce, de esas noches tan silenciosas en las que hasta los grillos suspenden sus conciertos nocturnos, Sara comprendería que quizás lo que pasaba en aquella casa no eran solo historias.
Estaba viendo películas en una vieja máquina de VHS cuando escuchó una serie de pasos apresurados en el jardín trasero, justo afuera de su ventana.
Sobresaltada, Sara atinó a apagar el televisor y arrebatar el teléfono de la mesita de noche preparada para llamar a la policía.

Todo la casa se sumió en un silencio tan desesperante que Sara tenía miedo de respirar.
No llevaba ni dos meses en la casa y ya era víctima de un robo. O eso pensaba ella.
En silencio esperó hasta escuchar de nuevo los pasos, que esta vez se alejaron de la casa.
Sara no pudo dormir en toda la noche, y al día siguiente llamaría a la policía.
Pero cuando llegó la mañana, descubrió atemorizada que era imposible que alguien hubiera entrado en su jardín.
El patio de la casa estaba rodeado por altos muros de ladrillos protegidos con hileras de alambres de púas que no parecían haber sido violentados en lo absoluto.
Sin embargo, en el angosto sendero de piedra que iba desde el viejo columpio del patio hasta la entrada de la casa habían varias huellas de barro seco que describían un par de piés descalzos.
Por la tarde, Sara intentaba pensar en otra cosa. Se había autoconvencido  que esas fangosas huellas se trataban solo de  una broma de mal gusto de los niños de la cuadra que intentaban asustarla. ¡Sí! ¡Eso tenía que ser! Así que, si pensaba quedarse allí, tendría que acostumbrarse a las bromas.
Esa noche cenó ligero y se fue a la cama temprano.
Pero en el momento exacto en el cual el reloj de péndulo de la sala de estar anunció la medianoche, otra serie de pasos, esta vez lentos y pausados sonaron afuera de la ventana de la habitación de Sara.
Ella permaneció en silencio, como había hecho la última vez.
Pero evidentemente a quien estuviera del otro lado no le gustó para nada ser ignorado por lo que le asestó una potente patada a la pared.
Sara saltó de su cama, se calzó rápidamente sus zapatillas talla treinta y cuatro y corrió a la cocina donde abrió un cajón y tomó un filoso y brillante cuchillo.
Luego, acercándose a la puerta que daba al patio permaneció en absoluto silencio detrás de ésta.
Luego de unos minutos, comenzó a oír un sonido metálico, rechinante.
Era como un vaivén, producido por el viejo columpio que los Grimmour habían instalado para sus hijos.
Nuevamente, Sara se armó del suficiente valor para abrir la puerta apenas unos centímetros.
La brillante luna iluminaba a un niño que no tendría mas de ocho años hamacándose en el columpio y tarareando una alegre canción.
Sara suspiró aliviada y soltó el cuchillo sobre la mesa de la cocina horrorizada de solo pensar que si el niño hubiera aparecido en la puerta al abrirla, podría haberse producido algo terrible y todo gracias a su ridícula e infantil sugestión.
Sara se dirigió hacia el niño que seguía columpiándose sin prestarle atención a nada.
-Hey, ¿Sabes qué hora es?- Murmuró Sara impostando autoridad pero no hubo respuesta.
-¿Tú caminabas la otra noche por mi jardín? Es peligroso  andar fuera de casa a esta ahora pequeño.- Añadió Sara.
El niño detuvo el columpio bruscamente y ella se sobresaltó.
-Tu no perteneces aquí.- Musitó el crío.
Sara se sintió intimidada por el agresivo tono de voz del niño.
-Esta… Esta es mi casa.-
-Vete, antes de que él llegue.- respondió el chico desde el columpio.
-¿Antes de que llegue quién?-Preguntó Sara acercándose.
-Quien nos hizo esto.- Concluyó, y con un horrible y crugiente sonido de huesos deslizándose giró completamente su cabeza hacia atrás.
La piel de su cara estaba descompuesta pero aún se podían notar negras magulladuras alrededor de su cuello.
Sus ojos eran dos hipnotizantes perlas blancas que reflejaban la plateada luna y sus pequeñas y esqueléticas manos rodeaban las cadenas del columpio.
Sara gritó y  cayó al suelo aterrada al tiempo que retrocedía arrastrándose.
-El está aquí.- gruñó el niño girando lévemente la cabeza hacia la casa y profirió un grito lleno de odio.
Sará volteó y vio que la puerta del patio estaba totalmente abierta y negras huellas de barro entraban por ésta y se perdían en el interior de la cocina.
Volvió a mirar rápidamente al espectro del niño pero este ya no estaba.
Un fuerte viento fantasmal sacudió los árboles cercanos y meció tétricamente el columpio.
Sara corrió aterrorizada hacia la casa y resbaló en las huellas de barro.
Sollozando intentaba convencerse de que nada de eso era real. No podía ser posible… Los fantasmas no existen… Los fantasmas no existen ¡Los fantasmas no existen!
No importaba cuántas veces se lo repitiera, el peso de esas palabras vacías era tan insignificante que podrían haber salido volando con el viento.
Luego de levantarse y entrar a la casa, cerró la puerta de la cocina con llave y se dirigió a toda velocidad a la puerta de calle.
No importaba si todo eso era real o no, tenía que salir de allí en ese instante.
Cuando cruzaba la sala de estar hacia la puerta, en el segundo exacto en que posó su mano sobre la perilla, el estridente timbre se oyó en toda la casa.
Sara se paralizó.
Todo su cuerpo estaba cubierto de una fina y gélida capa de sudor.
Ante la tardanza, el timbre sonó nuevamente y el corazón de la joven dio un vuelco.
Observó por la mirilla pero lo único que vio fue la oscura y desierta calle Sheppard y las luces de la casa de enfrente.
Cuando abrió la puerta, chocó de frente con una mujer, vestida con un andrajoso camisón blanco  manchado de sangre seca, el cabello enredado y desordenado del cual colgaban varios ruleros.
Sus ojos estaban en blanco pero  su mirada atravesaba a Sara como el puntiagudo trozo de plástico que llevaba incrustado en su desgraciado y pútrido cuello gris.
-No dejará que te vayas.- Musitó la horrible aparición y la puerta se cerró violentamente.
Sara comenzó a llorar desconsoladamente y cayó hacia atrás en el suelo. ¿Por qué tenía que pasarle todo esto? ¿Por qué a ella?
-¡¡¡Déjenme en paz!!!- Chilló.- ¡¡¡Váyanse!!!
Entonces un horrible grito se escuchó en toda la casa, un alarido de cruel suplicio retumbó en los vitrales al tiempo que un pesado cuerpo bajaba rodando por las escaleras.
Sara retrocedió con un nudo en la garganta, lágrimas en sus ojos y su espíritu temblando hasta tocar con su espalda la puerta de calle.
El cuerpo que había rodado por las escaleras comenzó a incorporarse torpemente.
Era un hombre (o lo que quedaba de él) avejentado y gordo, vestido con un pijama celeste de rayas blancas, con múltiples manchas de sangre y suciedad.
Tenía rotos todos los huesos del cuerpo pero aún así, insistía en ponerse de pie.
No tenía cabello, excepto en la parte de atrás de la cabeza, de la profunda oscuridad en las cuencas de sus ojos se deslizaban por su rostro gris y descompuesto innumerables lágrimas sangrientas.
-No perteneces aquí.- Murmuró la aparición.
Sara con desesperación retorcía y retorcía sin éxito la perilla de la puerta de calle que brillaba burlonamente entre sus manos temblorosas.
El espectro se aproximó lentamente hacia ella hasta tenerla a un par de pasos de distancia.
Sara sintió la respiración de aquella cosa sobre ella. Su aliento olía a fosa común.
– Ya no puedes irte.- gruño la figura fantasmal y seguidamente vomitó un cúmulo de pequeños y amarillentos gusanos en los pies de Sara.
Sara gritó con todas sus fuerzas y al fin, por alguna razón, la puerta cedió y se abrió.
Salío a toda velocidad por la puerta solo para chocar con otra figura que no pudo distinguir por sus lágrimas de terror.
-¡¡Váyanse de mi casa!!- Exclamó en un sollozo.
-¡¡Pero bueno, tranquila!!- Contestó la voz de Jerry Stein.
-Solo quiero mi pelota, ayer unos tontos la tiraron en tu patio y apostaron que no me atrevería a venir a buscarla de noche.- Dijo el chico con superación.
– ¡No lo entiendes!- Chilló Sara- ¡¡Tenemos que irnos de esta casa!!
-¡Oh por favor! ¿Qué pasó con eso de «Los fantasmas no existen»? No habrás dejado que los demás chicos te asusten ¿O sí?.- Dijo Jerry entrando a la casa.
Sara debería haberse ido, debería haber corrido hasta quedarse sin fuerzas y no mirar atrás nunca más.
Pero se quedó, quizás porque sabía lo que le esperaba al chiquillo idiota de Stein allí dentro.
Corrió tras él e inmediatamente la puerta se cerró a sus espaldas.
-¿Por qué cierras la puerta?- Inquirió Jerry
Pero Sara solo lo contempló llorando.
De pronto, la puerta del sótano se entreabrió con un rechinido.
Ambos permanecieron inmóviles durante un instante hasta que del interior  del sótano salió rodando lentamente una pelota roja y brillante que rodó hasta chocar con el pié de Jerry.
Este, tragó saliva y la recogió del suelo apretándola entre sus manos.
Una mano infecta, de uñas largas y amarillas abrió la puerta del sótano y deslizó su cuerpo putrefacto dentro de la sala.
Una hilera de profundos y pequeños hoyos le surcaba la pútrida cara en diagonal y sonreía con una sonrisa viciosa y de dientes parduzcos.
Sus ojos brillaban inyectados en sangre y escudriñaban de arriba a abajo a Sara y a Jerry.
Vestía una vieja bata de hospital manchada de sangre y rota en varias partes.
Jerry solo podía contemplar inmóvil aquella figura que parecía salida de una de sus historias y tan aterrorizado que se orinó en sus pantalones.
Sara arrastró de un fuerte tirón a Jerry.
-¡¡Corre!!- Gritó con la mandíbula temblándole mientras subían escaleras arriba.
Sara se encerró con Jerry en el primer cuarto a la derecha de las escaleras y empujó un pesado mueble contra la puerta.
-Ess-s  r-real.- Tartamudeó Jerry apretando tan fuerte la pelota entre sus manos que esta parecía a punto de estallar.
-Jerry, Jerry ¡Escúchame! Tienes que salir por la ventana, busca ayuda. ¡Trae a quien sea!- Dijo Sara con desesperación.
-N…N-No… No Puedo.- Murmuró este.
-¡¡¡Tienes que poder!!!- Exclamó Sara empujando a Jerry hacia la ventana.
El chico tomó valor y sacando su cuerpo por la ventana, intentó bajar agarrándose de la cañería metálica del desagüe.
La puerta de la habitación comenzó a sacudirse y no parecía que fuera a resistir mucho.
Ante el miedo, Jerry intentó bajar más rápido pero apoyó mal el pié y resbaló.
Jerry Stein cayó cinco metros en el aire y aterrizó de espalda en el piso con un gran golpe.
Sara miró por la ventana y vio que Jerry permanecía en el suelo oscuro sin moverse.
-¡¡¡Jerry!!!- Lo llamó y su voz se desgarró, pero el muchacho estaba inconciente.
Mientras Sara contemplaba impotente el cuerpo de Jerry, una larguísima uña amarilla le acarició la mejilla.
Volteó con una violenta inspiración y la horrible mano de aquel maligno espíritu sonriente se cerró alrededor de su cuello apretándole la garganta con fuerza sobrehumana.
El rostro de la chica se volvió rojo y luego azul.
Las uñas del monstruo se hundían en su cuello y delgadas líneas de sangre se derramaban por él.
Justo cuando pensó que ahí se había acabado todo, que ésta era la última página de su vida, el monstruo la soltó.
Sara cayó de rodillas  en el suelo y tomó una gran bocanada de aire seguida por un ataque de tos.
El espíritu se quedó ahí, de pié frente a ella, contemplándola.
Luego se dio  vuelta sin mirar atrás perdiéndose entre las sombras.
Sara se levantó, aún tosiendo y completamente aterrorizada, pero viva.
Empujó el mueble que cubría la puerta y huyó a toda prisa por la escalera.
¿Por qué el fantasma la había dejado ir? No valía la pena elaborar ninguna hipótesis de la respuesta. ¡Estaba viva! y eso era todo lo que importaba.
La puerta de calle se abrió y el fresco aroma a la lluvia que estaba próxima inundó sus pulmones.
Estaba por irse para nunca jamás volver cuando lo escuchó.
-¡¡¡Sara!!!- Exclamó entre gimoteos la voz de Jerry Stein quién golpeaba desesperadamente la puerta del sótano.
-¡¡Jerry!!- Clamó Sara y sin pensarlo corrió a la sala y abrió la puerta del sótano.
Pero allí no había nadie…
-¿Jerry?- Preguntó de nuevo y bajó apenas dos escalones.
Entonces sintió cómo dos frágiles y angelicales manos muertas se posaban en su espalda y seguidamente la empujaban a la oscuridad con una risa traviesa.
Sara gritó y  rodó por la escalera rompiéndose una pierna y varias costillas.
Al llegar al pié de ésta, arrastrándose con gran dolor, lo último que vio Sara Trebold fue una niña vestida con un pequeño camisón blanco, con una larga y prolija melena dorada, una sonrisa divertida y por demás macabra en su rostro de mejillas rosadas.
Entonces, la puerta del sótano lentamente se cerró para no volver a abrirse, dejando a Sara completamente a oscuras en las tenebrosas fauces de aquél abismo, donde fue cubierta por las sombras y tragada por las tinieblas.
Nunca más nadie supo de Sara Trebold.
Pero los niños de la calle Sheppard, así como yo mismo, aseguramos que si alguien entra a la nuevamente abandonada casa de los Grimmour, cerca de la medianoche, podrá escuchar pasos en el jardín trasero y ver, en el camino de piedra que va desde el viejo columpio hasta la puerta de la cocina, una serie de huellas. Algunas describen la figura de un pié humano descalzo y otras, la suela de  unas zapatillas talla treinta y cuatro.

Epílogo

Jerry Stein, volvía después de muchos años a la calle Sheppard.
Aquella noche en la casa de los Grimmour dejó de ser un niño.
Ya no importaban las tarjetas coleccionables ni los frascos llenos de canicas.
Ya no importaban los juegos, las historias, ni su infancia. Todo parecía haber desaparecido esa noche junto con la joven Sara Trebold.
Jerry estuvo en tratamiento psiquiátrico casi por diez años y ahora que se había enfrentado a sus fantasmas del pasado y los había vencido, se sentía listo para volver a la vieja calle Sheppard a echarle una última mirada al barrio y a la desolada casona de los Grimmour antes de abandonar la ciudad y sus recuerdos para siempre.
Jerry dobló en su motocicleta hacia la izquiera por  «Le Fontaine» y después por otra calle cuyo oxidado letrero se había derrumbado sobre la acera.
Luego continuó por un corto tramo y dobló hacia la derecha entrando en la calle Sheppard.
Ahora habían pocos niños en el lugar, con el paso del tiempo la gente se fue mudando a lugares más cercanos al centro de la ciudad y el viejo barrio quedó abandonado a las parejas de ancianos que querían pasar el resto de sus vidas lejos del ajetreo y el estrés del centro.
Jerry se estacionó con el motor en marcha frente a la casa de los Grimmour.
Un desesperado y gran cartel que colgaba de la oxidada reja negra rezaba en letras rojas «SE VENDE».ba
Jerry contempló la casona por varios minutos y recordó a Sara y los horrores que vieron aquella noche. También recordó a sus viejos amigos a quienes nunca volvió a ver.
De pronto le pareció escuchar la voz de Sara arrastrada por el viento que gritaba su nombre.
Jerry… Jerry…. murmuraba la brisa.
Jerry, sacó de un bolso una pelota roja y brillante.
Miró por última vez la casona y arrojó con fuerza la pelota hacia el jardín trasero. Eso era todo lo que la casa obtendría de él, un viejo pedazo de caucho.
Entonces, dio la vuelta con su motocicleta sonriéndole a sus recuerdos y acelerando abandonó la calle Sheppard para siempre mientras una niña de lacios cabellos rubios lo observaba desde el oscuro interior de la habitación en el segundo piso,a la derecha de la escalera, de la vieja casona de los Grimmour.

 

 

Creación Propia --> ( http://www.facebook.com/CreepypastasDeKuraca )
http://www.facebook.com/CreepypastasDeKuraca

Kuraca

Please wait...

4 comentarios

Buena creepy, tanto detalle te hace adentrarte en ella y ver como pasa todo. La unica pregunta que tengo es: ¿como sabian los niños (jerry, en particular) la historia tan sertera de aquella masacre? Por que todo pasa tal como lo cuentan…
Es excelente.

¿Quieres dejar un comentario?

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.