LA MUERTE ASECHA A LOS QUE ENCUENTRAN EL VERDADERO AMOR

Era un jueves por la tarde. Eric estaba sentado al otro lado del lago mientras Ángela se alistaba para pasar una nueva tarde con él. No hacía mucho que se conocían, pero desde que lo vio, supo que tenían que estar juntos. A lo largo del tiempo, se dio cuenta de que tenía algo diferente de los demás chicos que ella había conocido, llevándolo a ser su primer amor: Sus negros ojos profundos y sinceros, le recordaban la más oscura de las noches en las que había estado sola en el pasado; su risa alegraba cada momento en el que ella se sentía sola; sus labios carnosos hacían que Ángela disfrutara cada segundo de contacto; su sonrisa contagiosa se reflejaba en la suya; y su responsabilidad, inteligencia y astucia, hacían que ella nunca quisiera irse de su lado.

A pesar de que todas las noches tenía pesadillas llenas de sombras y espeluznantes voces que gritaban su nombre, había algo especial en Eric que la hacía sentir tranquila, como si de su cuerpo emanara un olor adormecedor que la llevaba a un transe del que no se podía librar. Antes de que Ángela hubiese terminado siquiera de alistarse, escuchó un delicado chapuzón en el agua. Fijó sus ojos avellana en la ventana del vestidor, pero lo único que logró divisar desde aquel minúsculo agujero fue el oscuro cabello de su amado ondeando al viento. Muchos pensamientos se adueñaron de su mente, pero se obligó a tranquilizarse: No podía haber sucedido nada grave. Terminó de colocarse el traje de baño y se asomó por la puerta del vestidor. Nada. Ángela se preocupaba con cada segundo que pasaba mientras iba camino al lago, ¿dónde estaba Eric? ¿Le habría pasado algo?

Profirió un grito cuando alguien o algo la agarró por el hombro, pero antes de poder reaccionar, le propinaron un golpe en la cabeza que la dejó inconsciente.

Cuando despertó, se hallaba en un cuarto oscuro que parecía ser un salón de billar. Sintió la presencia de alguien a pocos metros, aunque no lograba ver más allá de medio metro. Se arrastró cuidadosamente para averiguar de quién se trataba, pero tenía las piernas tan adoloridas que se limitó a darse vuelta esperando ver el rostro de quien la hubiese llevado hasta allí.  Inmensa fue la sorpresa que se llevó Ángela al reconocer el pelo ondulado y desordenado que tenía en frente. ¡Era Eric! Cuanta alegría sintió al momento de verlo. Trató de gritar, pero sólo logró emitir una clase de gemido desesperado. Ella era consciente de que no tenía cinta en la boca. Entonces, ¿cómo es que no podía hablar?

Cayó en cuenta de que tenía las manos libres, así que se conformó con acercarse a Eric y levantarle el rostro para verlo con claridad, pero él tenía los ojos cerrados. Lo sacudió para despertarlo, pero él no reaccionaba a su tacto. Vio una tenue luz a unos metros de donde se encontraba y se arrastró llevando a Eric consigo. En cuanto la alcanzó, soltó a su amado entre sollozos: Eric tenía los ojos cosidos y las mejillas perforadas. Se palpó la boca: También estaba cosida. Sintió un odio profundo por quienquiera que le hubiera causado tanto dolor, ¿por qué a ella? ¿Por qué no podía ser otra persona?

 

Escuchó el cerrojo de la puerta abriéndose, así que rápidamente se secó las lágrimas incorporándose y arrastrándose como pudo al rincón del salón. Los pasos se fueron escuchando cada vez más cerca hasta que llegaron donde se encontraba el interruptor de la luz y se iluminó todo. Ángela no reconoció a la persona que tenía en frente, jamás la había visto, sin embargo, había algo que le indicaba que aquella persona no tenía ni un gramo de pureza en su corazón. De alguna manera se dio cuenta al fin de lo que había sucedido en realidad en el lago: Aquel chapuzón, había sido en realidad el sonido de una lanza cayendo dentro de él, la misma lanza que ahora aquel ser despiadado llevaba en su mano, haciendo ademán de lanzarla. Dirigió una vez más su mirada al cuerpo de Eric: Su musculoso pecho había sido atravesado por algo delgado.

Sintió que su vida ya no valía nada si no la vivía al lado de su primer y único amor. Las lágrimas que resbalaban por sus mejillas no eran sólo de dolor, eran de un profundo rencor hacia ese ser infernal que se hallaba a sólo unos pies de ella, pero ¿cómo? No podía moverse, prácticamente no sentía sus piernas. Miró hacia ellas un segundo. Lo que ella más temía se hizo realidad: Se las habían mutilado.

Eso ya era suficiente, ¿por qué existían personas así en el mundo? Personas que matan gente por placer y las hacen sufrir durante los últimos instantes de su vida. Controló su llanto y se concentró en la ira que sentía por dentro. Reunió todas sus fuerzas para alcanzar a Eric, quien siempre llevaba consigo una navaja. Por suerte para ella, el asesino estaba distraído intentando cerrar la puerta. Se apresuró a coger la navaja, y se la ocultó mientras regresaba a su esquina, pero cuando el hombre se dió cuenta, sus ojos azules se oscurecieron. Ángela se dijo a sí misma que sería su fin, pero no quería morir si no podía evitar que aquel hombre tan vil y cruel, le siguiera dando muerte a seres inocentes que no merecen una muerte tan indigna.

Buscó por el salón algo que la ayudase con su plan: Una manguera de gas. Recordó que traía consigo un encendedor y no pudo evitar soltar una risita bajo el hilillo que la sujetaba, pues la manguera estaba a sólo tres centímetros de su ubicación. Esperó a que el hombre se le acercara y cortó la manguera. Acto seguido prendió el encendedor y le quemó el rostro al hombre, provocando que éste se echara al suelo, gimiendo de dolor.

Mientras el hombre se retorcía en el suelo entre maldiciones, Ángela utilizó la navaja para apuñalarlo por la espalda y matarlo atravesando el lugar en donde se suponía, estaba su corazón. Era lo único que podía hacer. Seguramente habría logrado algo mejor, si hubiese tenido la oportunidad de salir de allí con vida. Pero en cierto modo estaba feliz, puesto que había vengado la muerte del amor de su vida y eso la hacía sentir orgullosa de sí misma. Sus últimos segundos fueron lentos. Frente a ella pasó la imagen de Eric varias veces: Cada beso y abrazo que se habían dado, cada viernes de película, cada mensaje que le llegaba, cada secreto que compartían, cada chiste del que se reían… De algo estaba segura: Aún en el otro mundo, seguiría amando a Eric, sin que nada más importara.

Poco a poco fue cerrando los ojos, contenta de encontrarse con su amado dentro de unos segundos más. Sus últimas palabras fueron “Que suerte la mía el haber conocido al verdadero amor antes de perecer” y dejó que una lágrima de felicidad recorriera por última vez sus sonrosadas mejillas.

Creación propia

YoyisDanGrigori

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