El coche fantasma

Era una soleada mañana de un caluroso día de verano. Mi amigo Pablo y yo queríamos ir a una feira automobilística que se celebraba en la localidad vecina. No encontrábamos a nadie que accediera a llevarnos; así que decidimos pedírselo a mi hermano mayor, Nicolás. Nico (como me gustaba llamarle) cedió a nuestra petición, y con el permiso de nuestra madre, nos llevó a Pablo y a mi en su viejo Volvo hasta el lugar.

Una vez allí nos dirigimos hacia un recinto vallado en el que iba a tener lugar una carrera de vehículos de gran cilindrada. A mi me hacía especial ilusión ya que me apasiona todo lo que tenga que ver con el mundo del motor y disfruto enormemente viendo pasar los bólidos, a gran velocidad.

La carrera no había echo más que empezar cuando mi hermanó Nicolás se percató de la presencia de un extraño automóbil en el parking que estaba pegado al recinto. Entonces, me dí media vuelta y a través del improvisado graderío, más allá de la verja, pude observarlo con mis propios ojos… El coche; parecido a un Cadillac de color verde, se encontraba tremendamente deteriorado. Tenía completamente destrozada la luna delantera, el morro levantado, los faros resquebrajados y el chasis en muy mal estado. La carrocería acusaba el paso del tiempo y la falta de cuidados, pues estaba completamente oxidada y había perdido casi la totalidad de su color; lo que asemejaba al auto a una sombra en la penumbra entre los demás vehículos estacionados.

Yo no podía creerlo, hasta que en ese mismo momento, Pablo lo vió tamién y se sobresaltó. Extrañados y algo asustados, decidimos esperar a que finalizase la competición y al abandonar el recinto le preguntamos a uno de los encargados por la existencia de aquel turismo. El encargado, de mala gana, nos explicó a mi y a mis compañeros que el conductor de aquel automóbil había fallecido debido a un terrible accidente de carreras en uno de los circuitos más peligrosos de Norte América y que el siniestrado vehículo había sido abandonado allí por falta de alguien que se encargara de él.

Yo comenzaba a inquietarme porque el coche parecía observarnos fijamente a través de sus agrietados faros.

Al cabo de un rato, nos fuimos de aquel lugar y cuando llegamos a nuestra casa nos despedimos de Pablo y nada más entrar por la puerta, nuestra madre nos regañó a mi hermano y a mi porque ya eran las cuatro de la tarde y nos habíamos comprometido en regresar para la hora de la comida.

Durante toda la tarde estuve reflexionando sobre lo que había sucedido aquella mañana en el pueblo y a pesar de que lo desmentía creo que mi hermano hizo lo mismo. Ambos le dimos vueltas y vueltas al asunto, pero sin apenas hablar de ello, hasta que llegó, por fin, la hora de acostarse.

LLevaba un rato en la cama, leyendo, cuando de repente escuché unos ruídos extraños, sobre medianoche. Los ruídos provenían de la calle, más concretamente, de un auto. Parecía que llevaba el motor muy roto y las ruedas pinchadas, a judgar por el chirriante sonido que emitían. De repente, advertimos que el vehículo acababa de estacionar, justo en frente de nuestra casa. Nos asomamos a la ventana y lo que vimos no nos gustó nada. Era el mismo Cadillac verde que horas antes habíamos alcanzado a ver en el parking del pueblo vecino, pero había algo raro en el. No llevaba conductor.

Aterrorizados; sin comentarle nada de lo que nos había sucedido a nuestra madre, ni a nadie; pasamos la noche encerrados en nuestra habitación, intentando dormir, hasta que por fin lo conseguimos. El Cadillac pasaba inadvertido, inerte, sin moverse… tan sólo se limitaba a estar allí, delante de nuestra casa, aparcado, sin hacer el menor alarde de movimiento, ni producir el menor sonido.

Al día siguiente, al despertar, volvimos a mirar por la ventana, a través de la cortina, pero el coche ya no estaba, había desaparecido durante la noche, sin dejar rastro… Nicolás y yo acordamos no contar nada de lo sucedido a nadie. Total ¿Para qué?¿Acaso alguien iba a creernos…?

Bajamos las escaleras que conducían a nuestra habitación y al llegar al comedor vimos a nuestra madre, pálida y entristecida, acompañada por dos policías. Los policías nos preguntaron nuestros nombres y sin muchos rodeos ni delicadezas, nos confesaron el motivo de su ingrata visita… la desaparición de Pablo, de la cual nos declararon sospechosos.

Durante todo el día, los agentes de la policía y algunos medios de comunicación, invadieron la urbanización y en particular, nuestra casa. Sin respetar si quiera un único momento de intimidad, llegó a resultar extresante. La deprimente noticia de la desaparición de Pablo y los continuos interrogatorios, que solo consiguieron agravar la situación; no hicieron que ni  mi hermano ni yo hablásemos de lo que habíamos vivido el día anterior.

Atormentados y con el dolor todavía reciente, nos acostamos más temprano de lo habitual, pero en vano… pues ninguno de los dos conseguimos conciliar el sueño. A medianoche, como en la otra ocasión, oímos el ruído de un motor. Esta vez, el motor parecía estar en perfecto estado y rugía como si fuese recién estrenado. Nos asomamos a la ventana y lo que observamos consiguió sorprendernos de nuevo. Era el antiguo Cadillac verde otra vez más, pero se encontraba en perfecto estado de conservación. Con rapidez y agudeza, aparcó delante de nuestra vivienda y un portazo nos despertó  de nuestro trance. Un hombre trajeado, alto y de pelo castaño bajó del vehículo. Su cara nos resultaba enormemente familiar y solo una vez que estuvo cerca de la puerta pudimos reconocerle. ¡¡¡Era Pablo!!!

No dábamos crédito, pero a pesar de ello, sin dudarlo ni un momento; nos dirigimos hacia la puerta con el mayor sigilo posible, conteniendo nuestra emoción para no despertar a nuestra madre. Entonces, abrimos la puerta de entrada y salimos al porsche para recibirle. Sin duda alguna, era él, pero… todo resultaba tan extraño.

-Hola chicos.- Nos saludó muy friamente.

Comenzamos a hacer preguntas y él tan solo nos invitó a dar una vuelta en ‘su’ coche, nos dijo que nos lo explicaría todo a su tiempo… unos instantes después, motivados por la euforia, aceptamos su invitación y subimos al coche; nos sentamos en el asiento de detrás y Pablo comenzó a conducir el automóbil.

Le notaba distinto, inexpresivo, quizás incluso algo cambiado físicamente. Respecto al coche he de decir que no me fascinaba en absoluto, a pesar de su antiguedad, sino que me aterrorizaba. En su interior todo era perfecto, demasiado perfecto; aunque hacía frío y todo era muy atípico, como si hubiera otra presencia acompañandonos, como si el coche gozara de voluntad propia… pero nosotros, tan ilusos, nunca desconfiaríamos de nuestro amigo.

A los quince minutos de haber arrancado nos preguntó:

-¿Podeis sentir la brisa fresca?.-

Dicho esto, la carretera comenzó a desvanecerse entre la oscuridad y cuando nos quisimos dar cuenta, se había esfumado entre la niebla. De repente, nos encontrábamos en un sinuoso camino al pie de un monte que conducía hacia la cima de este. Una vez allí Pablo detuvo el vehículo. Se quedó inmóvil durante un rato, con la mirada clavada en la luna llena, hasta que dijo pausadamente:

-Aquí morí yo.-

Mi hermano y yo quisimos marcharnos, pero cuando intentamos abrir las puertas, su mirada se dirigió al espejo retrovisor y con la cara en plena descomposición y los ojos iluminados, exclamó con un tono de voz que no era propio de él:

-¿¿¡¡ Vais a alguna parte??!!

Nicolás forzó la puerta y ambos salimos del vehículo y echamos a correr como si se nos fuese la vida en ello. Corrimos lo más rápido que pudimos pero ni así logramos evitar que Pablo nos alcanzase, definivamente estaba poseído. Nos agarró de las manos. Su piel palidecía, su mirada estaba perdida y sus ojos habían perdido su característico brillo. Definitivamente estaba fuera de sí, no atendía a uso de razones; así que Nicolás no dudó en asestarle un fuerte golpe en la cabeza con una rama, que le dejaría inconsciente.

Huímos hasta que algo nos detuvo. Era un largo y prolongado gemido. Reconocí de inmediato esa voz, era la de Pablo; seguía con vida…

Horas más tarde, exahustos, regresamos a casa. Nos sentíamos mal y nos ardía la piel por culpa de las marcas que nuestro perturbado amigo nos había producido en las manos. No eran quemaduras, ni heridas abiertas. Pero eran unas marcas profundas y dolorosas, que quemaban la piel.

Desconozco que tipo de mal era aquel e ignoro el paradero de Pablo y del coche maldito, a los que no volví a ver desde entonces. Pero me es imposible olvidarlos. Todavía no sé muy bien que nos pasó a mi hermano y a mi aquellos días, ni soy capaz de asimilarlo. Lo único que sé es que cada día, a medianoche, oigo el ruído atronador de un motor averiado y las marcas, ya cicatrizadas, me escuecen terriblemente.

Creación propia

Deniel

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