Ceguera

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El despertador gritó, molesto e insistente. El durmiente de hace medio segundo giró la cabeza, con ese pequeño susto que recibimos al despertarnos, y que se desvanece tan rápido que casi nunca lo percibimos. Todavía en la frontera de la vigilia, estiró la mano y apagó la alarma, agradeciendo a varios panteones de dioses por el maravilloso silencio.

Volvió a su posición de feto y pensó el diario «cinco minutitos más», pero la parte adulta de su cerebro lo obligó a intentar levantarse. Retozó por unos segundos en su cama, regodeándose en el calor casi maternal de las frazadas. Gozó enormemente, bostezó y se estiró hasta el hartazgo.

Abrió los ojos y se los restregó un poco a la vez que bostezaba. Con la oscuridad que reinaba en el cuarto, era prácticamente lo mismo tener los ojos cerrados o abiertos. ¿Prácticamente? Era exactamente lo mismo. El recién despierto cerró y abrió los ojos, viendo exactamente lo mismo: nada. No fue consciente de esto, porque siempre dormía con la ventana cerrada a cal y canto; le disgustaba muchísimo la luz a la mañana.

Con una lentitud extrema, se levantó y sufrió un par de escalofríos mientras abandonaba el útero caliente que representaba su cama a esas horas de madrugada. Maquinalmente, se dirigió hacia la puerta, esquivando los escasos muebles que había en su camino con la destreza de la costumbre. Su casa estaba perfecta: silenciosa y oscura como una tumba. Siempre bromeaba con que seguramente había sido vampiro en otra vida.

Se calzó las pantuflas y salió de su habitación sin prender la luz. Se dispuso a atravesar el comedor para dirigirse al baño y hacer sus necesidades (a pesar de la incómoda y diaria erección que tenía). Caminó entre las sillas y la mesa sin ver, y entró al baño, más frío que de costumbre. «Bueno, después de todo es invierno», pensó mientras orinaba dificultosamente.

Apretó el botón y el ruido fantasmal del agua yéndose quebró el silencio. Se dio vuelta y se lavó la cara, estremeciéndose cuando sintió el agua fría recorrerle el rostro. Más despejado, notó que aun en el baño seguía sin ver absolutamente nada, como si tuviese los párpados cerrados. Miró hacia donde sabía que estaba la claraboya, pero la negrura era absoluta («¿No tendría que venir algo de luz desde afuera?»). Tanteó la pared, recta, esquina, recta, puerta. Volvió la mano por donde había venido y la bajó instintivamente adonde sabía —sin saber que sabía— que estaba el interruptor.

Oyó el clic y entrecerró los ojos esperando el fuerte golpe de la luz, pero la negrura seguía siendo total. Esperó unos segundos, como no entendiendo, y volvió a poner el botón en «apagado». Dos segundos más, e intentó encenderla nuevamente, pero con igual resultado: seguía totalmente ciego («Mierda, se quemó el foquito»).

Abandonó el baño, cerrando la puerta tras de él y dirigiéndose hacia el interruptor del comedor, tanteando mesada y pared. Luego de unos segundos, llegó y tocó el botón, pero lo único que cambió en la sala fue el clic que rompió el silencio («¿Pagué la luz este mes? Sí, sí, hace una semana»). Alternó el interruptor una docena de veces, con frustración, e insultando mentalmente a la compañía de energía eléctrica («Puta madre, siempre pago en término, vos te atrasás y ya te cortan el servicio, pero cuando ellos te dejan sin luz está todo bien, claro, manga de hijos de mil put…»). Tanteando y con las manos siempre adelante cual ciego primerizo, volvió a su cuarto y pasó la mano por la mesa de luz hasta encontrar el celular; por lo menos podría usar la pantalla como linterna hasta buscar velas, o algo así.

Tocó la pantalla táctil, y esta no respondió («¿Le cargué la batería? Sí, algo tiene que tener… Roto no creo que esté, lo usé anoche…»). Impaciente, tocó un par de veces más, casi clavándole el dedo, pero la pantalla no iluminaba absolutamente nada, y ni siquiera podía ver el celular. Hasta ese momento, no se había dado cuenta, pero la oscuridad era tan espesa que no podía ver nada, pero literalmente nada. Colocó su mano a dos centímetros delante de sus ojos, y no podía verla. Nada, nada.

(«Bueno, no pasa nada. Seguramente el despertador se adelantó y todavía es de noche, por eso no entra luz desde afuera. El celular seguramente está roto, y las luces seguramente no andan porque hubo un corte de luz… Sí, seguramente es eso. Ni siquiera puedo ver qué hora es en el reloj… Esta oscuridad es demasiado… demasiado oscura».)

Kevin se sentó en la cama, mirando hacia adelante, pero sin ver nada en realidad. Siempre tanteando, buscó la tira que le permitiría abrir el postigo, para que entre algo de luz, que obviamente tendría que haber. Sintió el ruido del postigo subiendo, pero todo siguió igual de negro. Era… era imposible, siempre algo de luz hay en la. Sus pupilas estaban dilatadísimas y podría detectar hasta el más mínimo rayo de luz. Directamente, no había nada, nada de luz en absoluto.

Empezó a preocuparse. Por reflejo, se llevó los dedos hacia los ojos, los cerró y los tocó. Sí, seguían estando ahí, donde debían. Respiró hondo y trató de tranquilizarse, pero simplemente no podía: esta oscuridad no era nada natural, y en realidad asustaba hasta la médula.

(«¿Qué carajo está pasando? Esto no está bien, no está nada bien. No puede ser que no entre luz de afuera… algo, algo tiene que entrar por poco que sea. Encima, me siento un poco mal, no tengo que dejar que esto me afecte. Dentro de poco va a volver la luz y va a ser todo normal. Ah, claro, soy un idiota. Sí, hubo un corte de luz, y hoy hay luna nueva, es obvio que no va a entrar la luz de afuera. Pero… pero algo tendría que entrar, siempre un poquito hay, para por lo menos ver algo, por tenue que sea».)

Interrumpió sus pensamientos y decidió ir a la cocina a buscar las velas, que tendrían que estar en la alacena de arriba del lavamanos, si no se equivocaba. Siempre tanteando paredes y muebles, llegó hasta el lavamanos. Extendió la mano hacia arriba y tocó la madera de la alacena. Siguió hasta la derecha, despacio, muy lentamente, hasta encontrar la manija. Abrió la puertita, y metió la mano tanteando. Café («¿Por qué tengo café guardado acá?»), un espejo, un termo, un mate, velas. Tomó el paquete, sacó la mano y cerró la alacena en un gesto fluido.

Se quedó con las velas en la mano. Acostumbrado a la tecnología, no se dio cuenta de que necesitaba prenderlas por unos segundos. Recorrió la mesada con la mano hasta llegar a la cocina, donde seguramente tenía un encendedor. Pasó los dedos por las hornillas apagadas, el tubo de gas y la mesada, cuando, de repente y con un horror indescriptible, sintió que tocaba piel humana, como si fuese un antebrazo.

Retiró los dedos instantáneamente, y se fue casi corriendo para atrás hasta que chocó la espalda contra la mesada, que vista de arriba tenía forma de ele. Quebrado del dolor, cayó de rodillas hacia adelante, pero la adrenalina y el miedo que sentía lograron hacerlo levantar en medio segundo. Con el terror gritando en cada fibra de su cuerpo, fue hacia atrás, chocando la espalda nuevamente con una silla, pero ni lo sintió.

Finalmente, llegó hasta la puerta de entrada y no dudó en tomar la decisión de salir, a pesar de que ni estaba vestido. Palpó la pared hasta que encontró la puerta de metal, y bajó la mano hasta encontrar el picapor… el picaporte no estaba. Empezó a sudar, y apoyó la espalda —solamente por instinto: no podía ver nada de lo que estaba adelante suyo— contra la puerta, a la vez que seguía tocando para ver si encontraba la manija. Comenzó a temblar, pues la puerta estaba totalmente lisa, como si fuese un simple adorno de la pared. Donde debía estar el picaporte ni siquiera tenía un agujero; la puerta era totalmente uniforme.

Lo único que percibían sus sentidos era el ruido de su respiración, rápida, agitada, y el frío de la puerta que tenía a sus espaldas; nada más. Se agachó lentamente y se quedó sentado, moviendo la cabeza hacia todos lados por la costumbre de poder y la desesperación de querer ver.

Pasaron un centenar —o eso le pareció— de minutos, y él todavía seguía en cuclillas. («No toqué nada, fue mi imaginación. Me estoy poniendo nervioso y lo sé perfectamente, es esta maldita oscuridad. Como mucho, debe haber sido un pedazo de carne que dejé sin querer, o una bolsa con pan, y como estoy asustado me pareció que era un brazo. Nada más. Nada más»).

Siguió pensando y se dio cuenta de que tendría que ir a buscar el encendedor para poder prender la vela. A pesar de eso, siguió exactamente en el lugar que estaba. No se animaba a levantarse ni a hacer el más mínimo ruido, aunque ya había formado su opinión de qué era lo que había pasado. Sin embargo, explicación racional o no, la verdad era que seguía ahí, agazapado, esperando un mínimo ruido para… ¿para hacer qué?

(«Ay Dios, ay Dios. Mierda, no puede ser, no puede ser, no puede ser. Ya sé que es lo que está pasando: estoy ciego. La habitación ha de estar iluminada por completo y soy yo el que no puede ver nada, y las cosas que están pasando son solamente producto de mi imaginación. Ay, no puede ser que me haya quedado ciego así, es imposible, ¡es imposible totalmente!»).

Lloriqueó un rato al darse cuenta de que se había quedado ciego, y de que estaba haciendo el ridículo. Tantas cosas que no iba a poder hacer nunca más… toda la tragedia se le desnudó de repente, y siguió donde estaba, agazapado.

(«No puede ser que me pase esto, no a mí. Hasta ayer estaba bien, ¡mierda! Creo que la única manera es prender la vela o el encendedor, para saber si yo estoy ciego o me están pasando una serie de cosas, de accidentes casi imposibles»).

Se armó de valor y, casi increíblemente para él, se levantó y comenzó a caminar, a ciegas al igual que desde que se levantó de la cama. Dio un par de pasos y ya estaba a punto de llegar a la mesa, cuando escuchó un sonido tenue, vago, como una respiración. El corazón se le detuvo y las velas se le cayeron de la mano.

Temblaba. Fue solo un momento que lo escuchó, pero la tensión que acumulaba hacia dos horas lo hizo colapsar. Se quedó paralizado, sin moverse ni medio centímetro. Esperaba un golpe, una mordida, algo que lo matase en cualquier momento y desde cualquier… desde cualquier lado. Estaba indefenso, esperando su muerte.

Esperó un minuto. Dos. Tres. Cinco. Ocho. El tiempo se le hizo eterno, pero al fin, y con pavor, escuchó un roce, como de pies que se movían con sigilo. Su oído ya estaba muy sensible por la falta de visión y por el miedo que sentían. El sonido de los pasos se alejaba en dirección al baño.

(«¿Qué es lo que está pasando? ¿Hay alguien acá? ¿Qué carajo quiere de mí? ¿Por qué no me habla o me mata… qué pretende? ¿Estoy ciego y todos estos ruidos son producto de mi imaginación? ¿Hay alguien que está jugando conmigo?»).

Despacio, casi en cámara lenta, se movió hacia la mesada. Su sentido de la orientación estaba mejorando bastante, ya era capaz de acordarse la posición de cada cosa. Toqueteó la mesada hasta que encontró el encendedor y lo tomó: era la hora de la verdad. Posicionó el pulgar y lo bajó en un movimiento rápido. Sintió el chasquido, pero no vio nada, ni siquiera la chispa («¡Estoy ciego, mierda! Estoy ciego, mierda, mierda, mierda, mierda»). Probó nuevamente y cayó en la cuenta de que no era el mismo ruido que siempre. Acercó el encendedor a su oído y pulsó el botón que expulsa el gas, pero le llegó un ruido casi inexistente: el encendedor agonizaba. La única alternativa que le quedaba para conseguir luz se iba y no volvería jamás.

Su respiración era cada vez más rápida, y su corazón volaba. Dudaba, dudaba de todo. No sabía qué era lo que estaba pasando, y no tenía forma de saberlo. Siguió tratando obsesivamente de prender el encendedor, sin respuesta («Un momento, ¿por qué no veo la chispa?»).

Pasaron unos minutos y no se atrevía a mover de donde estaba. Agradeció al cielo tener los sentidos del tacto y del oído, porque sin ellos ya se habría vuelto completamente loco. Sintió una sed terrible quemándole la garganta, y se movió apenas unos centímetros hasta alcanzar el lavamanos, siempre a ciegas. Abrió la canilla de agua fría, pero el ruido a metal fue lo único que escuchó en vez del esperado sonido del agua fluyendo. Tocó la canilla del agua caliente, pero tampoco hubo respuesta.

(«¿Tampoco hay agua? ¡¡¿Qué es lo que está pasando?!!»).

Se sentía peor. Estaba desesperado y, definitivamente, algo terrible estaba pasando. No tenía salida, estaba totalmente perdido. Lloraba, y ahora sabía que definitivamente alguien o algo estaba en la casa y estaba jugando con su mente, haciéndolo desesperar para hacer quien sabe qué.

Hacía quince minutos que había probado el teléfono. Suele pasar que, a veces, las ideas más obvias se nos escapan, pero Kevin tuvo suerte —bueno, en perspectiva— y se dio cuenta de que podía usar el aparato para llamar a alguien y pedir ayuda. Marcó metódicamente el número de familiares y amigos, pero siempre se escuchaba el «tutututu» tan característico indicando que el número no estaba en servicio. Finalmente, y con cierta reticencia a hacer el ridículo, marcó el número de la policía. El alma le volvió al cuerpo cuando escuchó la rutinaria voz de un operador contestándole.

—Novecientos once, ¿cuál es su emergencia?

—Hola —respondió Kevin, aliviado por escuchar una voz humana—. Creo que hay alguien en mi casa.

—OK, quédese tranquilo y escóndase en donde pueda.

—¿Van a mandar una patrulla?

—Sí, en estos momentos va a salir una hacia allí, solo espere y no me cuelgue. Esta conversación será grabada por precaución, señor.

—Mándela lo más rápido que pueda, oficial. Estoy muy asustado, en serio.

—Sí, se le nota en la voz —le repuso, risueño—. Trate de calmarse y cuénteme qué está pasando.

Kevin le contó una versión minimizada, mucho más verosímil, y cuando llegó al punto de que no veía ninguna luz, ni la proveniente de afuera, la voz del oficial le respondió, extrañado:

—¿Abrió la persiana y no vio luz afuera? Pero si son las cuatro de la tarde, hombre…

Todo el nerviosismo que había logrado ahuyentar volvió en esas dieciséis palabras. Empezó a respirar rápido, como si tuviese un ataque de asma. Sí, entonces estaba ciego y era todo su imaginación, esto lo confirmaba.

—Señor, ¿todavía está ahí? ¿Señor?

—Sí, sí, estoy acá —respondió Kevin, devastado—. Creo que me volví ciego.

—Escúcheme atentamente, señor. Hay una forma médica y segura de saber si perdió la visión o no. Si tiene bicarbonato de sodio cerca, échese un poquito en el ojo. Si perdió la visión, le va a arder un poco, un poquito apenas, no se preocupe. Pero si puede ver no le arderá absolutamente nada. Créame, un tío mío lo hizo una vez. Hágalo y vuelva, no colgaré.

Estaba desesperado, y el operador habló con total seguridad, así que supuso que tenía razón. Fue hasta la alacena y sacó lo que supuso que era bicarbonato. Dudó un poco, pero decidió probar una pizca y estuvo seguro de que era bicarbonato y no otra cosa. Se echó una pizquita en la mano, abrió el ojo y se lo tiró.

El dolor recorrió desde el ojo hasta el cerebro. La cornea le ardía como si se la hubiesen prendido fuego con un soplete, e inmediatamente comenzó a gritar de sufrimiento. Se levantó con rapidez y fue hacia la canilla para enjuagarse, pero otra vez, el grifo se obstinó y no salió ni una gota. Restregándose el ojo, se acercó al teléfono. Tanteó hasta encontrar el cable que salía desde la parte de atrás: estaba arrancado.

—Jajaja, ¡qué imbécil! —Sonó la voz del operador, burlona—. No puedo creer que lo hayas hecho, en serio.

—¿Quién mierda sos, hijo de puta? ¿Qué querés de mí?

—Soy tu Dios acá. Soy el que decide cómo vas a sufrir. Soy el encargado de que sufrás. Lo único que quiero es que me temás, y que deseés no haber existido. ¿Todavía no te das cuenta de dónde estás? —respondió una voz mucho más grave que la que había escuchado anteriormente—. Estoy cerca, muy cerca —En ese momento, Kevin escuchó la puerta del baño cerrarse de un portazo—. Nos vemos pronto, Kevin —Hizo una pausa—. Bueno, solamente yo te veré a ti. Suerte con tu ojo.

Ahora estaba recostado en el suelo en posición fetal, agitado y lloroso. Cada vez se escuchaban más ruidos en la casa. Sillas que se caían, puertas que se cerraban, pasos y respiraciones agitadas, cada vez más cerca.

Sentía cómo su cordura se escapaba. Por Dios, si por lo menos tuviese una luz y pudiese ver un objeto, ver cualquier cosa, lo que sea. Pero quizá… quizá era mejor, porque no sabía qué podía llegar a ver si tuviese luz. Por lo menos, el tormento se limitaba a la incertidumbre, al sonido y al horrendo dolor en el ojo.

(«¿Estoy enloqueciendo? Ya no puedo más. Dios, ayúdame por favor, ayúdame»).

Rezó apenas audiblemente. Había dicho un par de palabras cuando una voz lúgubre llenó la casa, quitándole la poquísima esperanza que Kevin aún tenía.

—¿A quién le rezas? Dios no te va a escuchar acá. ¿Por qué no te tanteás el brazo izquierdo, a ver qué encontrás, Kevin?

Aterrorizado, comenzó a tocar su brazo menos hábil desde el codo. Despacio, fue subiendo hasta la mano, y, antes de llegar a la muñeca, sintió una ondulación como una cicatriz, que iba en diagonal pasando por la vena.

—Así es, Kevin. Te suicidaste hace mucho, mucho tiempo. Este es el castigo que se les da a los suicidas acá. Desde que llegaste, me divierto viéndote sufrir lo mismo, día, tras día, tras día. Es muy divertido ver cómo reaccionás: una vez hasta me hiciste frente. Pero acá no hay salvación posible. Cuando te vayás a dormir, te vas a olvidar de todo esto, y a los pocos segundos te vas a despertar y vas a sufrir exactamente lo mismo, pero sin recordar nada: no hay mayor terror que el de lo desconocido. Tenés que pagar tu pecado, y estás condenado. Sufrís ahora, y vas a seguir sufriendo por los siglos de los siglos. Amén.

Cuando terminó de escuchar esto, Kevin sintió cómo su cordura se partía en cientos de pedazos. Escuchó amén, y comenzó a reír histéricamente mientras proseguía el castigo por su rebeldía. Desde ninguna parte, otra risa lo acompañaba, lúgubre y malvada.

El doctor Steiner sonrió y miró a su colega, Haupmann.

—Hicimos bien nuestro trabajo, colega. El general estará más que satisfecho con la cámara de tortura nueva. Mida el tiempo que tarda en quebrarse y mande un equipo de limpieza.

Apagó las luces del cuarto de supervisión. Dejó a su compañero a cargo de manejar los ruidos y se fue. A pocos metros, Kevin, el sujeto de pruebas número veintisiete, se suicidaba preso de la locura.

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A.

Escritor aficionado, estudiante de Letras. Toma la vida con humor, pero duda Descarteanamente de todo. Amante de la literatura, decepcionado de la vida, pero siempre esperanzado. No hay nada que le guste más que hacer que la gente se ría, y que piense; dos desafíos enormes.

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46 comentarios

Se apresuró demasiado para el final, y los pensamientos de Kevin se volvieron desde cierto punto muy molestos por la forma que estaban estructurados, pero muy buena. De las torturas más inteligentes sin duda, yo no soportaría dejar de ver, mucho menos con un mostro en mi casa jodiéndome /:

Aunque ya había leído y puntuado la historia, voy a aprovechar para comentar. Excelente creepy, un creepy con un final un tanto inesperado para algunos. Un desarrollo e introducción bastante admirables. Me alegra ver obras de este calibre en la página y no me queda felicitarte y alentarte a que escribas otro creepy.

Puntuación: 5/5.

Muy buen relato la verdad, admirable, creo que provoca mucho terror ya que es algo que pudiera pasarle a cualquiera, me refiero a lo de perder la vista, e intentar buscar razones por mas improbables que sean. Al final, que se hubiera quedado en el infierno bastaba, pero lo del experimento sirve para aquellos que les gusten los finales creíbles jaja. ¡¡¡Sigue escribiendo historias!!! Tendré velas y encendedores cerca de mi cama 😛

pero como es que el sujeto de prueba conocía tan bien la cámara de tortura, si el buscaba todo como si fuera su casa y lo encontraba?.

Exactamente. No lo especifiqué bien (un error) pero la cámara estaba hecha igual que su casa, para desconcertar al protagonista aún más. Si se hubiese despertado en un lugar distinto sabría que algo andaba mal.

Por momentos detesté mi empatia. Creo que es un enorme sufrimiento no poder ver en una noche cuando te levantas al baño. O al encender una luz esperar lo mas terrorífico jamas soñado en frente tuyo…

Al final me olvidé de darles las gracias a todos los que leyeron, y aún más a todos los que se tomaron el trabajo de comentar y puntuar: muchas gracias a todos e.e

TE JURO: que por el titulo no esperaba gran cosa. Cuando lo empeze a leer me iba atrapando cada vez mas y mas. Cuando llegue a la parte de que el «policia» se rie, me cague todisima y me agarro tremendo miedo, despues cuando el tipo le cuenta todo a Kevin me reque re «NOOOO ME MUERO, WTF!!!???» Y el final me mato. No es nada predicible, todo el tiempo te sorprende, es lo mejor que lei en mi vida, fue genial!!
TE DOY UN 100.000/100.000 ♥ Te pasastes!!

Al principio me molestó un poco /por falta de costumbre, más que nada/ el acento argentino de la publicación, pero me fui acostumbrando conforme leía, además es un MUY buen relato, creo que mejor no dormiré hoy x’D

Cada vez que leo un escrito argentino quedo totalmente satisfecho y esta no fue la excepción (Anoto que no soy de allí). Sentí a carne viva la desesperación del hombre y los giros argumentales se aplicaron con una sutileza muy bien hecha, 10/10, la que más he sentido hasta ahora.

Flaco sos un idolo. Empece a leerlo y ya me imagine que se habia metido en un ritual o algo. Re inesperado y genial. Me encanto. Espero que sigas escribiendo!

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