El modelo de Pickman

No es necesario afirmar que he enloquecido, Eliot: hay mucha gente que tiene prejuicios más extravagantes que éste. ¿Por qué no te burlas del abuelo de Oliver, por ejemplo, que nunca se ha subido a un vehículo con motor? Si no puedo soportar ese maldito ferrocarril metropolitano es cosa mía; y, por otra parte, hemos llegado mucho más rápido que si hubiésemos venido en taxi. De haber elegido el metro, habríamos tenido que subir a pie la colina de Park Street.

Confieso que me encuentro más nervioso que el año pasado, cuando me viste, pero no creo que sea razón suficiente como para que me recomiendes el asilo. El Señor sabe bien que tengo vastos motivos para estar conmovido, y creo que soy muy afortunado por haber conservado la lucidez hasta ahora. ¿Por qué el tercer grado? Antes no eras tan cruel.

Bien, si tienes que escucharlo, no veo razón para que no lo hagas. Quizá hasta te asista el derecho a saberlo, ya que fuiste el único en escribirme, como si fueras un pariente agraviado, cuando te enteraste de que ya no frecuentaba el Art Club y que me mantenía distanciado de Pickman. Ahora que Pickman ya no está, de vez en cuando me doy una vuelta por el club, pero desde ya que mis nervios no son los de antes.

No, no sé qué ha sido de Pickman y tampoco me gusta entregarme a las conjeturas. Pudiste sospechar que yo sabía algo importante cuando me distancié de él… y esta es la causa por la que me niego a pensar hacia dónde habrá ido. Dejemos que la policía investigue cuanto pueda. No creo que sea mucho, teniendo en cuenta que todavía no sabe nada acerca de la casa que, bajo el nombre de Peters, alquiló en el North End. Tampoco estoy seguro de que yo mismo sea capaz de encontrarla otra vez… ni siquiera de que piense en ir a encontrarla, aún a plena luz del día. Sí, creo saber por qué la alquiló. Sobre esto puedo hablarte. Así sabrás, mucho antes de que haya concluido, por qué motivo no voy a la policía. Me obligarían a que los llevara hasta ella, pero la verdad es que no podría regresar a esa casa aunque conociera el camino. Bien, por eso no puedo tomar el metro, ni bajar a sótano o bodega alguna, y esto también te causará risa.

Me pareció que podrías entender que mi distanciamiento con Pickman no se debió a las mismas razones estúpidas que produjeron la misma reacción en hombres como el doctor Reid o Joe Minot o Rosworth. El arte que se ocupa de lo morboso no me interesa en absoluto, pero cuando alguien tiene la genialidad que tenía Pickman, para mí resulta un honor conocerlo, al margen de los cauces que tome su obra. Boston jamás ha contado con un pintor tan notable como Richard Upton Pickman. Lo dije desde un principio y continúo afirmándolo; también lo sostuve cuando dio a conocer aquel «Vampiro alimentándose». Según recordarás, por esa obra Minot dejó de saludarlo.

Para engendrar obras como las de Pickman, es necesario un profundo dominio de su arte y una no menos profunda percepción de las entrañas de la naturaleza. Cualquier ilustrador de portadas está en condiciones de volcar absurdamente color sobre un papel y anunciar que nos está entregando una pesadilla, un aquelarre de brujas o un retrato del diablo. Pero sólo un gran artista puede llegar a un resultado que nos impresione como verosímil y que nos aterrorice. Esto es posible porque solamente un verdadero artista puede reconocer la verdadera anatomía de lo terrible y la fisiología del miedo: es el único que conoce el tipo exacto de líneas que despiertan los instintos adormecidos o los heredados recuerdos del miedo, es el único capaz de rastrear los contrastes precisos de color y los efectos de luz que estimulan en su espectador el latente sentido de lo anormal. No necesito explicarte por qué un Fuseli nos produce escalofríos, mientras que la portada de una revista de fantasmas sólo nos mueve a la risa. Existe algo que esos seres excepcionales captan, algo que está más allá de la vida, y son capaces de trasmitírnoslo aunque sea fugazmente. Es el don que distingue a Gustave Doré. Sidney Sime tambien lo tiene. Angarola de Chicago también. Y Pickman lo poseía en grado superlativo, como nadie lo tuvo antes de él y como nadie, así lo quiera el Señor, volverá a tenerlo.

No quieras saber qué es lo que esos hombres ven. En la práctica artística se advierte una gran diferencia entre las obras que captan estos seres esenciales arrancados a la naturaleza y los productos industriales que se fabrican en un estudio. En suma, debería decir que el artista propiamente fantástico está dotado de un tipo de visión que lo faculta para percibir motivos genuinos de un mundo espectral. Por esto, logra unos resultados que distan kilómetros de las melosas representaciones de sueños, así como las obras de un pintor «vitalista» toman distancia de los pastiches de alguien que ha aprendido a dibujar por correspondencia. ¡Si alguna vez me hubiese sido permitido ver lo que Pickman vio!… Pero no. Mejor vayamos a beber un trago antes de enfrascarnos en este asunto. ¡Por Dios! No estaría con vida si hubiera visto lo que ese hombre —si es que era un hombre— vio.

Como recordarás, el fuerte de Pickman eran los rostros. Creo que nadie, desde Francisco Goya, ha puesto tanta intensidad en unos rasgos o en una expresión. Y antes que Goya habría que buscar en los anónimos artistas medievales que crearon las gárgolas o las quimeras de Notre Dame o del Mont SaintMichel. Ellos creían en la realidad de las criaturas que plasmaban en sus obras… y tal vez también veían esa clase de criaturas, sobre todo si se recuerda que la Edad Media tuvo algunas etapas muy curiosas. Recuerdo perfectamente que en cierta ocasión le preguntaste a Pickman dónde demonios conseguía tales ideas y visiones. La respuesta fue una por demás desagradable carcajada. Esa carcajada fue, casualmente, la razón por la que Reid se disgustó con él. Reid venía de graduarse en Patología Comparada y era un saco de grandes ideas sobre el significado biológico o evolutivo de cualquiera de los síntomas mentales o físicos imaginables. Su aversión a Pickman era cada vez más notoria y terminó prácticamente en miedo al pintor; decía que la expresión de Pickman e incluso sus rasgos tomaban un derrotero progresivo que no le gustaba: se desarrollaban en un sentido que no era humano. Si has mantenido correspondencia con Reid, supongo que le habrás dicho que su error consistió en dejar que los cuadros de Pickman operaran directamente sobre sus nervios o su imaginación. Fue lo que yo dije por aquel entonces.

Puedes estar seguro de que no me distancié de Pickman por ninguna de estas cosas. Al contrario, mi admiración hacia el maestro fue creciendo, ya que no había duda alguna de que aquel «Vampiro alimentándose» era una obra maestra. Como sabes, el Club se negó a exhibirlo y el Museo de Bellas Artes ni siquiera lo aceptó como donación, nadie tampoco quiso comprarlo, así que el cuadro quedó arrumbado en casa de Pickman hasta que éste se marchó. Ahora está en manos de su padre, en la casa familiar de Salem. Bien sabes que Pickman es originario de la antigua Salem; uno de sus antepasados fue quemado en 1692 por brujería.

Me acostumbré a visitar a Pickman con alguna frecuencia, en especial después de que comencé a buscar material para la preparación de una monografía sobre el arte fantástico. Tal vez haya sido su propia obra la que me sugirió la idea. De todos modos, debo confesar que su obra fue una rica cantera de sugerencias y de datos para aquel propósito. Me facilitó el acceso a todos sus trabajos, a todos los cuadros y dibujos que tenía con él, incluyendo algunos bocetos a tinta que hubieran significado su inmediata expulsión del Club de haber caído ante los ojos de sus integrantes. En poco tiempo me había transformado en una especie de adepto que pasaba horas enteras pendiente de teorías artísticas y especulaciones filosóficas tan desatinadas que por sí solas habrían justificado la internación de Pickman en el manicomio de Danvers.

El pintor se volvió muy confidencial conmigo, seguramente debido tanto a mi demostrada admiración cuanto al hecho de que casi toda la gente había comenzado a rehuirlo. Una tarde me dijo que si estuviese seguro de mi discreción y de mi entereza me mostraría algo distinto a lo que yo estaba acostumbrado a ver, algo considerablemente más perturbador que cualquiera de las piezas que tenía en su casa.

Ciertas cosas, me confió, no son tolerables para la Newbury Street; aquí estarían fuera de lugar y tampoco podrían ser concebidas en este lugar. Mi misión consiste en capturar las armonías del alma y esto claramente resulta imposible de practicar en una serie de aburridas calles de reciente construcción. Back Bay no es Boston… todavía sigue siendo nada porque no ha tenido tiempo suficiente como para compactar recuerdos y poblarse de espíritus locales. Los fantasmas de aquí son fantasmas domesticados que han olvidado su hogar inicial en un pantano o en una cueva de relativa profundidad. Yo necesito fantasmas humanos, fantasmas de seres lo suficientemente fuertes como para haber resistido una ojeada al infierno y lo suficientemente aptos como para haber vuelto con el significado de lo que habían visto.

El mejor lugar para que viva un artista, continuó, es el North End. Si fuera coherente y sincero consigo mismo y con su obra, el artista sólo habitaría en los barrios pobres, allí donde se acumulan las tradiciones. Esos lugares no sólo han sido construidos; se han desarrollado. En esos lugares han vivido generaciones tras generaciones, han gozado de la vida y han muerto, en épocas en que la gente se atrevía a vivir, sentir y morir. ¿Tenías idea de que en 1632 existía un molino en la Copp’s Hill y que la mitad de las actuales calles fueron trazadas en 1650? Puedo mostrarte edificios que se mantienen en pie desde hace más de dos siglos y medio, casas que han soportado cosas que harían derrumbarse a los edificios modernos. ¿Qué sabe la gente de hoy en día acerca de la vida y de las fuerzas que las mueven? Hoy le llamas fantasías a la brujería de Salem, pero mi retatarabuela bien podría haber usado otras palabras. La colgaron en la Gallow Hill, custodiada por la mirada beata de Cotton Mather. El maldito Mather siempre estaba obsesionado con que alguien lograra fugarse de aquella demoníaca cárcel de monotonía. ¡Lástima que no lo hayan hecho víctima de un hechizo o que le hayan chupado toda la sangre durante la noche!

Puedo mostrarte uno de los lugares donde vivió, proseguía Pickman, y también puedo llevarte a otra casa a la que no se atrevía a entrar pese a sus muchas bravatas. Conocía cosas que no se animó a escribir en aquel desabrido Magnalia ni en el pueril Maravillas del mundo invisible. A propósito, ¿sabías que existió una época en que todo el North End estaba surcado por una red de túneles que permitían a ciertas personas el contacto con ciertas casas, con el cementerio y con el mar? Si examinamos diez casas construidas antes de 1700, apuesto a que en ocho de ellas puedo mostrarte algo raro en la bodega. No pasa mes sin que leamos en los periódicos que un grupo de obreros descubrió pasadizos subterráneos que no llevan a ninguna parte. Hace poco se localizó uno en la Henchman Street. Había brujas y la invocación de sus sortilegios, contrabandistas, piratas y lo que del mar recogían. Puedo asegurarte que en otras épocas la gente sabía cómo vivir y cómo ingeniárselas para dilatar las fronteras de la vida. Por cierto que éste no era el único mundo que un hombre con imaginación y valiente podía conocer. Y pensar que hoy, en cambio, las mentes se han aguado tanto que incluso un club de pretendidos artistas se estremece y conmociona si un cuadro traspone los sentimientos que pudo experimentar un feriante de la Beacon Street.

Lo único que salva al presente, afirmaba el pintor, es su propia estupidez, porque lo inhabilita para interrogar al pasado. ¿Qué dicen en realidad del North End los mapas, los archivos y las guías? Puedo llevarte a treinta o cuarenta callejuelas ubicadas al norte de la Prince Street, cuya existencia no es conocida ni siquiera por diez personas, aparte de los extranjeros que viven en ellas. ¿Y qué saben acerca de su naturaleza esos hombres morenos? Nada, Thurber, porque esos lugares ancestrales están repletos de terror, de maravillas y de puertas para acceder a mundos diferentes de los vulgares. Y, sin embargo, no hay nadie que sepa comprenderlos o sacarles el provecho necesario. Para decirlo mejor, hay una sola alma capaz… o crees que he estado escudriñando el pasado en vano.

Por lo que advierto, me decía, te interesa esta clase de cosas. Pues bien, ¿Qué dirías si te confiara que tengo otro estudio por esa zona, donde puedo capturar el lóbrego espíritu de horrores pasados y pintar cosas que jamás habrían acudido a mi imaginación en la Newbury Street? Por supuesto que no haría esta revelación a los estúpidos menopáusicos del Club… empezando por Reid… el muy maldito… siempre susurrando como si yo fuera una especie de monstruo. Puedes creerme, Thurber, hace ya tiempo que decidí pintar el terror de la vida, de manera análoga a como se pinta su belleza, así que realicé algunas investigaciones en sitios sobre los que tenía motivos para saber que habitaba el terror.

Ubiqué un lugar, musitó Pickman, que aparte de mí mismo sólo han visto tres hombres nórdicos vivientes. No se encuentra a mucha distancia del metro pero está a siglos de él en cuanto a espíritu se refiere. Me decidí a alquilarlo debido al extraño pozo con paredes de ladrillos que hay en la bodega. El edificio está casi en ruinas, por lo que a nadie se le ocurriría ir a vivir allí. Me avergonzaría confesarte lo que pago por él. He tapiado las ventanas ya que no necesito luz solar para mi tarea. He instalado el taller en la bodega, lugar donde la inspiración se vuelve más intensa, pero también tengo otras habitaciones con muebles en la planta baja. El edificio pertenece a un siciliano y para alquilárselo he usado el nombre de Peters.

Si quieres, concluyó Pickman, te llevaré esta noche. Estoy seguro de que los cuadros te gustarán mucho, puesto que en ellos está lo mejor de mí. No tendremos que caminar mucho. Siempre voy a pie para no llamar la atención con un taxi en semejante lugar. Tomaremos el metro en la South Station e iremos hasta la Battery Street. Luego una pequeña caminata y estaremos allí.

Me comprenderás, Eliot, si te digo que después de semejante arenga habría acompañado a Pickman hasta el mismísimo infierno. Tomamos el metro en la South Station y muy cerca de las doce nos encontrábamos en la Battery Street, caminando a lo largo del muelle. A continuación subimos por todo el largo de una desierta callejuela que era la más vieja y la más sucia que había visto en toda mi vida, salpicada por casas de tejados reventados, ventanas astilladas y maltrechas chimeneas a medio desintegrarse, que, sin embargo, aún se erguían contra el cielo. Me dio la impresión de que todas las casas que yo veía también las había visto Cotton Mather.

Al llegar a una esquina mezquinamente iluminada torcimos a la izquierda y tomamos un callejón mucho más estrecho, igualmente silencioso, pero sin luz alguna. De pronto nos detuvimos y Pickman extrajo de entre sus ropas una linterna con la que proyectó un haz de luz contra una puerta prediluviana de madera tan podrida que parecía imposible que se tuviera en pie. Pickman la abrió y me invitó a entrar a un desierto vestíbulo que aún conservaba los rastros de lo que en otros tiempos supo ser un magnífico artesonado de roble. Era simple, por supuesto, pero claramente indicativo de la época de Andros, Phipps y la brujería. Luego me hizo franquear una puerta a la izquierda, encendió una lámpara de petróleo y me invitó a que me pusiera cómodo, como si estuviera en mi propia casa.

Bien sabes, Eliot, que soy lo que se llama un tipo duro; pero debo confesarte que lo que me mostraron las paredes de aquella casa me anudó el alma y las tripas. Eran los cuadros de Pickman —los que no podía pintar, ni mucho menos exhibir, en la New bury Street— y… ¡qué decirte! Mejor vamos a tomar otra copa. La necesito.

Como comprenderás, es inútil que trate de describirte aquellas telas, porque ¿cómo hacer para describir el más terrible, herético horror, y la más hedionda descomposición moral mediante unas simples pinceladas de color puestas sobre un plano? No se veía en esas obras la técnica sofisticada que se advierte en Sidney Sime, ni siquiera los panoramas o la vegetación cósmica que Clark Ashton Smith emplea para suscitar el horror. Los contornos recogían por lo general los desdibujados rasgos de antiguos cementerios, bosques tenebrosos, rocas linderas al mar, túneles revestidos de ladrillos, viejas habitaciones ar tesonadas o sencillas criptas de mampostería. El cementerio de la Copp’s Hill, que seguramente no se encontraba muy lejos de donde estábamos, era el escenario predilecto.

La locura y la deformidad se cebaban en las figuras de primer plano, puesto que, como sabes, en la pintura de Pickman predomina un satánico retratismo. Las figuras no eran del todo humanas; más bien, intentaban acercarse a diversos grados de lo humano. La mayor parte de los seres, apenas bípedos, ostentaban un aire canino. ¡Me parece verlos! Sus ocupaciones… no me pidas precisión. Por lo general se hallaban alimentándose. No te voy a decir en qué consistía su alimento. Algunas veces se agrupaban en cementerios o pasadizos subterráneos y de vez en cuando se disputaban su presa…, o para decirlo mejor, su preciado botín. Y, sobre todo, esa maldita expresividad que Pickman sabía insuflar a los cegados rostros del macabro botín. En algunos cuadros las criaturas saltaban a través de una ventana abierta al corazón de la noche o anidaban en el pecho de algún ser durmiente para entretenerse con su garganta. Una de las pinturas mostraba a una jauría de aquellas repugnantes criaturas aullando en torno a una bruja empalada en la Gallows Hill, cuya fisonomía tenía una notable similitud con la de los seres que la rodeaban.

Sin embargo no debes creer que lo que me impresionó hasta el vómito fue la temática de aquellos cuadros. No soy un niño y por cierto que he visto cuadros parecidos muchas veces. Fueron los rostros, Eliot, aquellos rostros que parecían escapar de la tela movidos por un hálito vital. En este mismo momento podría jurarte que estaban vivos. Dame otro trago, Eliot.

Recuerdo una tela llamada «La lección»… ¡Dios mío! ¿Te imaginas a un grupo de esos seres agazapado en semicírculo en un cementerio entregados a la tarea de enseñar a un niño a alimentarse como ellos? Supongo que se trataría de los términos de un intercambio… Seguramente conoces el viejo mito sobre las terribles sustituciones que practican los seres sobrenaturales, dejando en las cunas a sus propias crías y llevándose a los niños que duermen en ellas. Los cuadros de Pickman mostraban qué les ocurre a esos niños robados, cómo se desarrollan… y desde ese instante comencé a advertir una espantosa similitud entre los rostros de las figuras humanas y las no humanas. En lo esencial Pickman se dedicaba a establecer, con todos los grados de morbosidad posibles, un siniestro nexo evolutivo entre lo cabalmente humano y lo envilecidamente inhumano. ¡El origen de los seres caninos eran seres humanos!

Me pasó por la mente la incógnita de qué sucedería con las crías que quedaban en las cunas a modo de trueque, pero un cuadro que de pronto quedó frente a mis ojos me ilustró sobre ese tema. La tela representaba los interiores de una casa puritana, ornada con muebles del siglo XVII, y una reunión familiar en torno al padre, que leía las Escrituras. Todos los rostros, a excepción de uno, trasmitían integridad y solemnidad; el diverso exhalaba la más repulsiva mofa. Se trataba de un joven, por lo que podía inferirse hijo de aquel piadoso padre, aunque su hermandad con los seres infrahumanos era indudable. Era el producto de uno de aquellos trueques… y en un impulso de ironía superior, Pickman había conferido a las facciones del joven una estremecedora semejanza con las suyas propias.

A todo esto, Pickman había dado luz a una lámpara en la habitación contigua y me invitaba a pasar para enseñarme sus últimos estudios. Aún no había abierto la boca para comunicarle mis impresiones sobre lo que había visto —el terror y la emoción me habían dejado mudo—, pero él percibió claramente mi estado anímico y, sin duda, éste le halagó. Nuevamente, Eliot, quiero que tengas en cuenta que no soy un payaso capaz de ponerse a gritar frente a cualquier espectáculo que se aparte de lo que llamamos normal. Soy lo bastante mayor como para no dejarme impresionar con facilidad. No obstante, lo que vi en aquella habitación me arrancó un grito y me vi obligado a asirme al marco de la puerta para no caer al piso. La primera de las salas era el reino de una cantidad de vampiros y de brujas poblando el mundo de nuestros antepasados, pero esta habitación se ocupaba del horror que anida en nuestra vida cotidiana.

¡Cómo podía Pickman pintar esas cosas! Había un bosquejo llamado «Accidente en el Metro», donde se veía una jauría de los seres malignos brotando de una descomunal catacumba por una grieta del suelo y atacando a la multitud que esperaba en la plataforma. Otro mostraba una danza en la Copp’s Hill entre las tumbas, pero en la actualidad. También había varias vistas de sótanos, con monstruos entre saliendo de agujeros y grietas de la mampostería, haciendo siniestros gestos sin dejar de mantenerse agazapados tras barriles o calefactores a la espera de la primera víctima que bajara por la escalera.

Una repulsiva tela parecía centrarse en un vasto sector de las Beacon Hill, con densos ejércitos de mefíticos monstruos que brotaban de los miles de agujeros que tapizaban el suelo. Había también trabajos con danzas en cementerios actuales, pero lo que más me perturbó fue una escena en una cripta perdida donde una muchedumbre de pequeñas bestias se arremolinaba en torno de otra que, con una conocida guía de Boston en sus manos, la leía evidentemente en voz alta. Todas las bestias señalaban un mismo pasaje y sus rostros estaban crispados por una risa epiléptica, cuya reverberación casi me pareció oír. El título de la tela era: «Holmes, Lowell y Longfellow están enterrados en Mount Auburn».

Mientras recobraba algo de aplomo y serenidad, en tanto me iba adaptando a aquella segunda habitación diabólica y morbosa, comencé a analizar mi propio estado de ánimo. En primer término, dilucidé que todo aquello me producía asco porque evidenciaba la falta de humanidad y la impertérrita crueldad de Pickman. Sin duda debía de ser un indeclinable enemigo del género humano para regodearse de aquella manera con la tortura del espíritu y de la carne, y con la degradación de lo humano. En segundo lugar, toda aquella pintura era aterradora debido a su propia grandeza. El suyo era un arte que persuadía: al mirar sus cuadros veíamos a los demonios en persona y, por supuesto, nos inspiraban miedo. Y lo más curioso de todo era que Pickman pintaba de un modo lineal, sin recurrir a ningún truco o efectismo, sin difuminaciones de la luz o distorsión de lo real: los perfiles eran nítidos y los detalles eran lamentablemente definidos. ¡Y qué decirte de los rostros!

Lo que se veía en los cuadros era algo más que la simple interpretación de un artista; se trataba del propio infierno volcado con la mayor fidelidad que se pueda imaginar. No era posible confundir a Pickman con un imaginativo o con un romántico: su tarea se limitaba a reflejar un mundo terrible que él veía cristalinamente. Sólo Dios puede saber dónde había capturado las heréticas formas que se veían en los cuadros. Pero fuere cual fuese el origen de sus imágenes, algo era más que evidente: en cuanto a concepción y ejecución, Pickman era un pintor realista y casi científico.

Más adelante bajé tras mi anfitrión al verdadero estudio, que se encontraba en el sótano. Cuando alcanzamos el pie de la escalera húmeda, Pickman concentró el haz de luz de su linterna en un rincón, donde se veía un círculo de ladrillos que marcaba evidentemente un pozo de gran dimensión excavado en el piso. Al acercarnos comprobé que el orificio medía aproximadamente un metro y medio de diámetro, con paredes que tendrían un pie de espesor y que sobresalían unas seis pulgadas por encima del nivel del suelo. Tenía todo el aspecto de tratarse de una de esas sólidas obras del siglo XVII. Según me explicó Pickman, se trataba de un acceso para conectarse con la red de túneles que surcaba las entrañas de la colina y de la que me había hablado antes. Advertí que el pozo estaba cubierto con un sólido disco de madera. Al pensar en los sitios adonde debía llevar el pozo, si es que las desatinadas revelaciones de Pickman tenían algo de verdad, un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. No obstante, seguimos avanzando y a través de una carcomida puerta, mi anfitrión me hizo pasar a una habitación bastante grande, con piso de madera y equipada propiamente como el estudio de un pintor. Una instalación de gas acetileno aportaba la luz necesaria para trabajar allí.

Los cuadros sin acabar, puestos sobre caballetes o simplemente apoyados contra la pared, producían el mismo horror que los que había visto arriba y volvían a dar fe de la meticulosidad que caracterizaba al artista. El esbozo de las escenas era muy cuidadoso y las líneas de lápiz revelaban el cuidado con que Pickman trataba de conseguir la perspectiva y las proporciones precisas. Era un gran pintor, y puedo seguir diciéndolo ahora, pese a todo lo que sé. Una enorme cámara fotográfica que se hallaba sobre una mesa atrajo mi atención: Pickman me explicó que la empleaba para fotografiar paisajes que luego ingresaban como fondo en sus telas; con este método se ahorraba el tener que cargar con todos sus cacharros de un lado para otro, hasta dar con un paisaje adecuado. Sostenía que una fotografía era tan buena como un paisaje o un modelo real y que por eso recurría a ellas habitualmente.

Había algo perturbador en los repulsivos bocetos y en las inacabadas monstruosidades que se agazapaban en todos los rincones del estudio. Pero cuando súbitamente Pickman descubrió una enorme tela colocada sobre un caballete, no pude contener un nuevo grito de horror; el segundo de aquella noche. Sus ecos rodaron en una y otra de las oscuras bóvedas de aquella húmeda y salitrosa bodega y fue grande el esfuerzo que implicó contenerme para no estallar en una histérica carcajada. ¡Mi Dios! Aún hoy no puedo saber hasta qué punto me encontraba frente a una realidad o a una fantasía.

En el cuadro se veía un gigantesco e indescriptible monstruo de ojos llameantes y enrojecidos que sostenía con sus afiladas garras a un ser que había sido un hombre, cuya cabeza roía con la misma fruición con que un niño mordisquea una golosina. Estaba acuclillado y cuando se lo miraba, surgía la atroz sensación de que en cualquier instante podía arrojar su presa y saltar en procura de alguna golosina más sólida.

Pese a todo, lo que producía una sensación de helado terror no era aquel rostro canino de orejas puntiagudas, ni sus ojos embebidos en sangre, ni la nariz deforme, ni sus fauces, de las que chorreaba una baba rosácea. Tampoco eran las garras escamadas, ni la ciertamente repulsiva pelambre que recubría el cuerpo, ni los pies no del todo ungulados, si bien cualquiera de aquellas características por sí solas podría haber desestabilizado a un hombre impresionable.

Lo que golpeaba, Eliot, era la técnica, la maldita, implacable y deshumanizada técnica. Hasta aquella noche no me había sido dado ver sobre una tela el élan vital de una manera tan impiadosamente real. El monstruo estaba entre nosotros —miraba con ferocidad y roía, roía y miraba con ferocidad— y comprendí que sólo un paréntesis breve en la vigencia de las leyes de la naturaleza había permitido a un hombre pintar una cosa como aquella sin un modelo… y sin haber frecuentado ese mundo infrahumano que ningún mortal que no haya vendido el alma al diablo ha conseguido ver.

Adosado desprolijamente a una parte de la tela aún no pintada se veía un trozo de papel muy arrugado; en principio pensé que se trataba de una de las fotografías que Pickman utilizaba para lograr algún fondo tan espantoso como el motivo central del cuadro. Cuando iba a alisarlo para observarlo más cuidadosamente, Pickman se sobresaltó súbita y violentamente. Noté que desde que mi grito despertó inusitados ecos en la lóbrega bodega, mi anfitrión había evidenciado prestar atención con singular cuidado a posibles ruidos de respuesta. Ahora él también parecía ser presa del miedo, aunque a diferencia del que yo experimentaba, en su caso parecía más físico que espiritual. Extrajo un revólver del bolsillo y con una seña me recomendó que guardara silencio. Avanzó hacia el interior de la bodega, cerró la puerta y me dejó solo en el estudio.

Sentí que la parálisis se apoderaba de mí. Aguzando el oído me pareció percibir un sutil sonido en alguna parte, como de alguien deslizándose por el suelo y a continuación muchos chillidos agudos y golpes fuertes en una dirección que no pude determinar. La imagen de ratas enormes acudió a mi conmovida imaginación. Un nuevo ruido consiguió ponerme la carne de gallina: el estrépito de una pesada madera al caer sobre alguna piedra o ladrillo. ¿Madera sobre ladrillo? Esa combinación no me resultaba extraña.

Nuevamente se escuchó el ruido, ahora con mayor intensidad, seguido por una vibración como si la madera hubiese caído mucho más lejos que la primera vez. No se habían apagado las vibraciones cuando resonaron, uno tras otro, seis disparos de revólver, disparados de un modo especial, como si lo hiciera un domador de leones deseoso de impresionar a su público. Pocos momentos después se abrió la puerta e ingresó Pickman con su arma humeante y maldiciendo a las ratas que pululaban en el viejo pozo.

—Sólo el diablo sabe lo que comen allí, Thurber —refunfuñó con sarcasmo—, porque esos viejísimos túneles comunican con cementerios, cubiles de bruja y con el mar. Tus gritos seguramente las habrán excitado. Después de todo, no hay que quejarse demasiado: agregan un poco de atmósfera y color al ambiente, ¿no crees?

De ese modo concluyó la aventura de aquella noche. La promesa de Pickman de mostrarme el lugar se había cumplido acabadamente. Abandonamos aquel laberinto de callejuelas por otra dirección, ya que de pronto me encontré en la muy familiar Charter Street, aunque me sentía muy excitado como para identificar el modo en que habíamos llegado hasta allí. Era demasiado tarde como para tomar el metro, así que regresamos a pie por la Hannover Street. Recuerdo muy bien la caminata. Doblamos en Tremont y luego de subir por Beacon llegamos hasta la esquina de Joy, donde Pickman me abandonó. Desde ese momento no volví a verlo.

¿Por qué dejé de ver a Pickman? Contén tu impaciencia. Deja que pida otro poco de café. No… no fue por los cuadros que vi en aquel lugar. Aunque por cierto que ellos hubieran sido motivo más que suficiente para que a Pickman le hubiesen prohibido el acceso a nueve de cada diez hogares de Boston. Espero que ahora comprendas la razón de mi fobia a bajar a los túneles del metro o a sótanos. Me aparté de él por algo que encontré a la mañana siguiente en uno de los bolsillos de mi abrigo. Sí, era el estrujado papel que estaba prendido a la espantosa tela de la bodega, lo que yo había pensado que era una fotografía con algún paisaje que Pickman se proponía emplear como fondo para el monstruo. Seguramente cuando se produjo el sobresalto súbito de Pickman, me eché inadvertidamente el papel en el bolsillo antes de llegar a mirarlo. Y bien, aquí está el café, Eliot; te aconsejo que lo tomes puro.

En efecto, a ese papel se debió mi distanciamiento de Pickman, de Richard Upton Pickman, el artista más notable que haya conocido… y el ser más execrable que haya traspuesto jamás los límites de la vida para abismarse en el mito y la locura. Reid estaba en lo cierto: Pickman no era estrictamente humano.

No quieras que te explique o que conjeture sobre aquel papel que quemé. Hay secretos que se remontan a la época de Salem y no olvides que Cotton Mather refiere cosas aún mucho más extrañas. Bien sabes lo endemoniadamente expresivos que eran los cuadros de Pickman y todas las veces que nos preguntamos de dónde habría sacado aquellos rostros.

Bueno… debo confesarte que aquél papel no era la fotografía de un paisaje para ser empleado como fondo. En la imagen sólo se veía al ser monstruoso que estaba pintando en aquella terrible tela. Era el modelo que le había servido de inspiración y el fondo no era más que la pared de la bodega registrada con todos sus detalles. Por Dios, Eliot, aquella era una fotografía tomada del natural. Era el modelo que le había servido de inspiración y el fondo no era más que la pared de la bodega registrada con todos sus detalles. Por Dios, Eliot, aquella era una fotografía tomada del natural.

Howard Phillips Lovercraft (1890-1937)

ignacio

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