Estados

Hace un par de horas, lo que sentía era tedio. Eso de estar sentado durante tanto tiempo ante la pantalla del ordenador le estaba pasando factura a mis músculos y a mi mente, así que he decidido prepararme un café y aprovechar que el otoño aún no se ha apoderado de los termómetros para disfrutarlo en el balcón, acompañado por el silencio de un barrio que duerme.

Las vistas que ofrece mi piso no son ninguna maravilla: frente al edificio en el que vivo, se levanta uno de similares características, como si la calle que los separa fuese un espejo en el que ambos pudiesen contemplar los desagradables detalles de la arquitectura de nuestros días en lo que a bloques de viviendas se refiere. Y a ambos lados, más de lo mismo. Pisos, pisos y más pisos.

Café en mano, me estaba entreteniendo en perseguir con la mirada a un par de murciélagos que revoloteaban entre las farolas, cuando he dirigido la vista hacia mi izquierda, hacia lo lejos. A unos quinientos metros de mi casa, más allá de donde acaba mi barrio, hay una colina coronada por un pequeño bosque de pinos. Entre los árboles, la luz de una farola delata la existencia de vida humana en el lugar. Y es que, en lo alto de la colina, se erige el Hospital Psiquiátrico Doctor Villacián; una institución con más de treinta años a sus espaldas, encargada del tratamiento de pacientes aquejados de todo tipo de transtornos mentales.

El tedio ha dado paso al desconcierto cuando, a la luz de aquella solitaria farola, se le ha unido la de otros focos y luminarias de todo tipo, algunos fijos y otros móviles. Aquel silencioso coro de luces ha dotado al lugar de un ambiente ligeramente siniestro. Ensimismado ante el espectáculo, y debido a la frenética actividad que ha debido desatarse en el Hospital a tan altas horas de la noche, mi desconcierto se ha convertido en curiosidad.

El primer pensamiento que ha pasado por mi mente ha sido el que ha decidido quedarse para fastidiarme la noche, haciéndome darle mil vueltas: «¿Se habrá escapado algún interno?». Mi imaginación, alimentada por decenas de películas y libros de terror, se ha encargado de tornar mi curiosidad en inquietud, creando escenas en las que yo soy el protagonista y debo hacer frente al más terrorífico de los seres, embrutecido por experimentos de control mental, camisas de fuerza y un sinfín de disparates.

«Bobadas. Lo que hay allí arriba son personas, no monstruos. Además, un loco podría tomar miles de direcciones y, sólo en este barrio, hay centenares de viviendas. Joder, ¿cuántas ventanas ves desde aquí? ¿Dos mil? Tranquilo, que a ti no te iba a tocar». Tras calmar mis inquietudes con este ejercicio mental de probabilidades remotas, he abandonado el balcón, he dejado el vaso vacío en el fregadero y he vuelto a sentarme ante el pc, donde he seguido perdiendo el tiempo entre foros y vídeos de caídas.

La inquietud anterior, casi disipada, se ha transformado en ansiedad por culpa de un ruido procedente de la entrada de casa, casi imperceptible a causa del sonido de mis altavoces: el sonido de una puerta que se abre.

«Mierda. Se me ha olvidado cerrar la puerta de casa. No puede ser. No, no». Tras silenciar mi ordenador, he oído con toda claridad un ruido de pasos. Unos pies torpes, arrastrándose con rudeza por el pasillo. Acercándose.

La ansiedad se ha convertido en miedo, pues los pasos se han detenido a la entrada de mi habitación, desde donde he comenzado a percibir una respiración jadeante y nerviosa. Siento unos ojos que se clavan en mi nuca, los ojos de alguien para cuya mente la palabra «cordura» no significa nada. El miedo me tiene paralizado y no puedo ni siquiera girarme.

Y el miedo, finalmente, ha dado paso al terror. Desde la entrada de mi habitación, junto con el sonido de una respiración jadeante, llega hasta mí un olor inconfundible. Olor a sangre.

Creación propia

Chara

Please wait...

2 comentarios

¿Quieres dejar un comentario?

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.